Para un humanismo crítico gonzaleano 

Para un humanismo crítico gonzaleano 

Por Claudio Véliz* 

A HORACIO GONZALEZ Y SU ADORABLE PERSISTENCIA.

Los combates sobre el humanismo 

Ciertamente, la idea de humanismo requiere una urgente revisión crítica, ya que fue utilizada de los modos más diversos, durante varios siglos, tanto por sus pretendidos defensores como por sus detractores. Por otra parte, en el seno de unos y de otros, se abría un universo de perspectivas, incluso, antagónicas. El humanismo sobrevoló, sin dudas, las disquisiciones teóricas de las denominadas filosofías de la conciencia, del pensamiento existencialista, y de las tradiciones hermenéutica y fenomenológica; en cuanto al anti-humanismo, surgido hacia mediados del siglo XX (al menos de un modo muy explícito), vino a poner en crisis la centralidad antropológica, histórica y epistemológica del hombre (antropocentrismo), del yo (egocentrismo), del sujeto (subjetivismo), del pater (patriarcalismo), de la conciencia (racionalismo) y hasta de la voz (fonocentrismo). Estos combates se habían originado en la Europa de posguerra y alcanzaron una enorme repercusión en nuestro continente, a punto tal que la mayoría de los académicos e intelectuales sudamericanos se han visto obligados a tomar posición por uno u otro de los rivales en pugna. Al menos desde la Carta sobre el humanismo de Heidegger (1947), todos los intentos de revivir el humanismo fueron objeto de abigarrada hostilidad intelectual, muy especialmente a partir de la prédica estructuralista. Las consecutivas alusiones a la muerte del hombre –dice Horacio González–“eco sorprendente de la muerte de Dios, corrían como sangre vital por las venas de todas las filosofías que comandaron los últimos vestigios del siglo XX, acompañadas por variaciones de fuerte poetización del lenguaje…” (2021: 282).

Por su parte, las más recientes corrientes post o transhumanistas también se constituyeron a partir de la crítica del antropocentrismo, del progresismo evolutivo, del universalismo, de los órdenes jerárquicos, del carácter normativizante y excluyente del humanismo, y de las dicotomías asimétricas que consagran el dominio del humano sobre la naturaleza y el resto de las especies. Lo distintivo de estas expresiones es que apuestan por una simbiosis “humanos-naturaleza-técnica” capaz de constituir otros mundos posibles mejores que el actual; trasuntan un afán colectivista tendiente a incorporar a las especies no humanas en un nuevo proyecto de convivencia, y proponen una reconceptualización de lo humano que integre saberes no consagrados por las ciencias humanas con sus rígidos criterios de objetividad. El posthumanismo aborda la realidad de un modo inmanente, histórico y situado para comprender los ensamblajes humanos y no humanos, contemplando todas las fuerzas que se conjugan para que algo ocurra. Procura trabajar con saberes experimentales inscriptos en la experiencia de sujetos humanos y de algunos otros no humanos.

Sin embargo, a nuestro criterio, esta muy razonable propuesta presenta, al menos, dos problemas: a) no distingue, convenientemente, las especificidades de cada uno de los tres componentes de este nuevo ente híbrido posthumano, en nombre de la anulación radical de las jerarquías; b) pretende agotar varios siglos de combates sobre el humanismo apelando a una suerte de lógica acontecimental que inhibe las memorias, las herencias y los legados simbólicos que definen la historicidad de lo(s) humano(s).

Laberintos de un concepto contradictorio 

En el subsuelo de todos estos debates subyace una conversación interminable que ha ido configurando el corpus crítico del cual hemos participado activamente desde nuestra región. Fue Horacio González quien nos instigó a repensar esta categoría ultrajada y deslucida a la cual le atribuyeron, incluso, la absoluta responsabilidad por las guerras, los genocidios y las catástrofes del siglo XX. La expresión “humanismo” lleva inscriptas tanto la ingenuidad renacentista como la tentación del terror, oscila entre la voluntad de regenerar el mundo y la decisión de aniquilar al otro indigno en nombre de algún valor esgrimido como superior. En momentos como el actual en que se avizoran peligros autodestructivos inéditos, el humanismo vuelve por sus fueros, aunque aún el azoramiento nos impida constituir, en torno a dicha expresión, un cuerpo de ideas operante, e inscribirlo en prácticas políticas capaces de exhibirlo orgullosamente. Y esto ocurre –sugiere González– porque “es muy trabajoso sacarla del mar de ambigüedades en que apenas emerge de a ratos su viejo encanto, para volver a chocar con sus propias imposibilidades” (ibíd.: 283). 

Los humanos venimos experimentando grandes dificultades para sortear, de manera colectiva, los dilemas de la existencia material y simbólica, el deterioro de los recursos técnicos, energéticos y alimentarios involucrados en la reproducción y la subsistencia. Y si hablamos de dilemas es porque en estas circunstancias emerge la posibilidad de que una instancia tecnológica contribuya a consolidar dicha reproducción. Las innovaciones técnicas han movilizado tanto entusiasmos masivos como actitudes resistentes. Mientras los efectos del capitalismo –continúa diciendo nuestro entrañable colega– reposan en sus misteriosas abstracciones, “los de las tecnologías son visibles en la mutación de los modos fenoménicos del existir común” (ibíd.: 285). La novedad de este tiempo consiste en que las nuevas tecnologías ya no operan en auxilio/complemento/perfeccionamiento de la acción humana, sino que amenazan con suplirla, es decir, con autonomizarse de las decisiones racionales de los humanos. El capitalismo actual ha experimentado un giro informático-semiológico, a punto tal que el propio nombre “capitalismo” debería estar en discusión ya que “está menos en la entrada de las fábricas que en la saliva de las palabras de la boca” (González, 2020). La gran plusvalía capitalista será, seguramente, digital, algo que, además, supone la protocolización del mundo, el opacamiento de los lenguajes y el debilitamiento de la cultura crítica. Los lenguajes técnicos y científicos necesitan ser pasados por el tamiz de la filosofía y vinculados con el deseo y la necesidad de pensar la humanidad: las dificultades de las naciones, los modelos de vida, el uso de los aparatos cibernéticos, etc., es decir, “el problema de la suprema injusticia que se vive en todo el mundo” (ibíd.). Y concluye: 

El Estado tiene que repensarse a sí mismo desde la tradición humanista. Y obtener de sí mismo, de su propio trabajo interno, una gran reformulación. No puede solamente proponer una alianza benevolente con las tecnologías. Tiene que tomarlas como algo que ocurra sobre la base de la centralidad de un sujeto que respira, vive, tiene construcciones metafóricas propias, silencios abominables, formas de expresión inesperadas que resultan espléndidas. Todo eso no puede agotarse en expandir los servicios de la comunicación por las nuevas tecnologías. Tiene que haber igualdad en el uso de destrezas tecnológicas, pero al mismo tiempo no pueden ser solo formas a las que después se les agrega el contenido. Este humanismo crítico cuestionaría la idea de la relación forma-contenido y la haría más dialéctica. La forma también es contenido. La tecnología tiene que ser interrogada por el sujeto. Tiene formas involuntarias opresivas y de dominio. La tradición argentina tiene muchos rasgos humanistas, en el yrigoyenismo, el peronismo y la izquierda. Si se mantiene como país –todos los países están en crisis, incluso los que se consideran imperialistas, colonialistas– sería a través de revisar su veta humanística en los movimientos populares que tienen que tener protagonismo (ibíd.). 

Las tecnologías inmateriales que orientan los símbolos de la vida –dice González– han ocupado una posición de dominio sobre la voluntad humana. “Estas nuevas maquinarias de recopilación de pulsos de vida” convierten la naturaleza, los consumos, el lenguaje, la conciencia pública y la práctica política en “signos míticos de una falsa inmediatez”. Las precedentes formas de la emancipación y resistencia contra las servidumbres fueron sustituidas por “un nuevo canto suicida a la libertad”. Si lo humano es apenas una mercancía, “cada biografía personal nace con su plusvalía adosada a su espalda, como una identidad, oficio o pensamientos prefabricados”. Estamos asistiendo a un pasaje desde la palabra viva y la indeterminación cognoscitiva de medios pedagógicos no mecánicos a una maquinaria artificialmente “inteligente”. Este aparato endemoniado convierte “cada vida en un cómputo de funciones que transitan hacia la utopía de poder reformularse a sí mismas, sin intervención de cualquier operación relacionada con la conciencia horadada por su obstinación misma –la duda–, o su apertura hacia la libertad y sus fantasmas –la voluntad–” (2021: 111). Las ideas mismas de conocimiento e información ya no son el resultado de conciencias autónomas sino de procedimientos virtuales que acopian y reagrupan, mediante algoritmos complejos, los elementos que permitirían reconstruir la figura humana; claro que esto ya no ocurre en las condiciones primordiales en que los humanos habitaban el mundo, es decir, conjugando la capacidad de actuar que genera conocimiento, con la incapacidad para conocerlo todo que genera curiosidad y voluntad transformadora.  

De este modo, las intermediaciones de la sociedad civil son sustituidas por el accionar de empresas macro-oligopólicas, consumando la alianza entre los circuitos financieros, comunicacionales y judiciales, y logrando neutralizar las libertades básicas (antiguas y modernas), colectivas e individuales. Esto supone una pérdida de autonomía sustantiva, el olvido de la igualdad social y una abierta hostilidad hacia esta última. Las centrales comunicacionales adecuan los lenguajes y las imágenes a las lógicas del mundo financiero, redefiniendo el papel del sujeto en la historia, logrando que la igualdad ya no sea un tópico existencial deseable gracias a la promoción de oscuras pasiones, y tiñendo los comportamientos humanos de una furia odiadora sin límites. Dice González:

El odio social es así difícil de definir, pues si es verdaderamente tal, debe escapar a las definiciones. Uno de sus componentes se emparenta con una versión truculenta del pensamiento mágico, pues siempre está en juego un asesinato ritual en las fibras más secretas del sentimiento colectivo. Cuando una sociedad elimina la prueba y la reemplaza por el “se dice”, cuando el pensamiento colectivo abandona el beneficio de la duda, dejando liberada la contingencia entre los hechos, para reunirlos de un manotón por su mera contigüidad aleatoria –anulando lo que los separa constantemente en el tiempo y el espacio–, se produce un predominio instantáneo de una culpabilidad secreta, diseñada por los nigromantes de las corporaciones mediáticas. Y ellas, dueñas del arquetipo con el cual se van ordenando y clasificando las vidas. No es que manipulan. Clasifican, impugnan, tachan, y dejan fuera de juego. Defienden el derecho a tener ciudadanía o a quedar expulsado de la Ciudad, ser expatriado como productor de habla, de signos y atesorador de su propia mortalidad. Una corporación comienza a serlo verdaderamente cuando establece la cuota de muertos reales que le son necesarios a la Maquinaria, y la cuota de muertos civiles que deben embadurnar, con su sudor cavernoso, aquel poder invisible (ibíd.: 113). 

La urgencia de un humanismo crítico

Y precisamente por todas estas cuestiones, volvemos a hablar hoy de humanismo. Por la amenaza de que los humanos sean reemplazados por una réplica y de que se alteren las condiciones de la vida planetaria. Por el peligro de que los suplementos tecnológicos paralicen la vida cancelando la milenaria hipótesis de que en cada uno de nosotros late un alma, un tabú o un espíritu que reencarna un misterio imposible de resignar. A alguien o a algo hay que parar, hay que interrumpir. Millones de hombres y mujeres se debaten entre desacelerar los aparatos técnicos para recuperar la cuota de auto-deliberación racional que han comenzado a ocupar; o bien acelerarlos para permitir que un elemento homeostático superior regule la vida en general en un capitalismo de guerra: el capitalismo acumulando hasta necesitar de las tecnologías que surgían de los actos de guerra. Dice el autor de La crisálida:

Ya no es posible separar capitalismo y guerra, pues esta es la verdadera plusvalía que le agrega amenaza de muerte a lo que el capital readquiere en su forma viva; en las publicidades, todos los productos (…) se humanizan y hablan. La lógica de la guerra del capital es proclamar su calidad amistosa por doquier, su disponibilidad bondadosa para ponerse a nuestro servicio (ibíd.: 113-114).

González comparte con varios críticos que él mismo llama “deleuzianos” (entre ellos, con el inglés Mark Fisher) el estrecho vínculo inherente al capitalismo entre deseo y tecnología. Sin embargo, no cree que las izquierdas anticapitalistas deban dar por sentada dicha amalgama utilizando los mismos rangos y habilidades que les ofrece la web bajo el capitalismo. Por esta vía, los críticos de ciertos establecimientos que son emblema de la sociedad capitalista “aportan un acuerdo inconsciente con lo que allí encontrarían de ‘bueno’” (ibíd.: 115). Fisher adopta la idea de un capitalismo semiótico, de una “máquina del deseo” (tal como lo plantea el filósofo inglés Nick Land, considerado el “padre” del aceleracionismo) e intenta darles un “espacio de salida” a los flujos deseantes. Procura abordar dichos movimientos desterritorializados e impersonales para reinterpretarlos desde una perspectiva de izquierda antiautoritaria, como una “libido inorgánica”, promoviendo un uso sin contornos del deseo, tendiente a evitar la forma maquinística de la historia. “Cómo entonces escapar –se pregunta González– de esta encrucijada donde no se quiere el capitalismo, pero se desea interactuar con las tecnologías que satisfacen dignamente la libido personal?” (ibíd.: 116). Esta “solución deleuziana-aceleracionista” que se contenta con forjar otra modernidad e incluye una reformulación (habermasiana, valga la paradoja) de la esfera pública, permanece presa de las economías de la información. González propone revisar estas soluciones críticas cotejándolas con la antigua terminología humanista, muy especialmente a partir del concepto de “sujeto de una nueva humanidad” y de la postulación de un humanismo que vuelva sobre la historia de sus usos y sus traiciones. Este ejercicio podría aportar al pensamiento crítico una dimensión de peligro sobre sí mismo. La reformulación de un humanismo estallado en mil fragmentos en virtud de los muchos accidentes interpretativos nos conduce a un pensamiento que se detiene en el acto mismo de pensar, procurando evitar la repetición, incluso la repetición de una supuesta originalidad surgida de la máquina de conversaciones dirigidas por las corporaciones del habla.

Algunas conclusiones… provisorias1 

El concepto de humanismo –dice González–

late pasivamente ante los resultados a los que llegó el capitalismo digital, informático y corporativo, cuyos simbolismos y tecnologías educan masivamente a una población mundial cada vez más inducida a disciplinas inesperadas, con interpretaciones súbitamente reversibles: a la servidumbre se la llama libertad y en el aseguramiento de libertades se ven forzamientos (2021: 9) 

El autor de Restos pampeanos se propone pensar lo humano de un modo situado (muy especialmente, en los confines de nuestra nación) apelando a conocimientos y sentidos sedimentados de la tradición occidental, con el objeto de instaurar un modo de vida alternativo al del capitalismo digital-corporativo, que atienda a nuestras singularidades y se digne a recuperar saberes marginados tanto por la academia como por el entramado político y social del presente. Reconoce las marcas indelebles de un concepto que sirvió como excusa y justificación de masacres, conquistas, segregaciones, discriminaciones. Teniendo en cuenta que el capitalismo ha utilizado una diversidad de tecnologías para ocultar y/o negar los horrores y las crueldades, un humanismo crítico debería desplegar una doble estrategia: demorarse en dichas exclusiones históricas (supresión, colonización o aniquilamiento de culturas, etnias, saberes, lenguas, cuerpos y especies), pero también advertir aquellos dispositivos e instrumentos desplegados valiéndose del desarrollo tecnológico; estos artefactos regulan y administran lo que debemos visualizar en las imágenes (tecno-arcaicas, podríamos decir) que median nuestra relación con el mundo.  

Más que ceder a una prisa post que, ante el fracaso estrepitoso de un modo de humanidad, propone un salto más allá de lo humano, este genial ensayista decide escarbar en restos olvidados o silenciados, en culturas sepultadas y temporalidades obturadas por la homogénea continuidad lineal, demorarse en modos diferentes de definir, pensar, sentir y habitar el mundo actual en tanto que humanos. El humanismo crítico –dice– invita a leer por el lado reversible del texto, desconfiando tanto de quienes se declararon humanistas como de quienes se pretendieron superadores de este concepto. Se trata de “ver si de ese nombre tantas veces pronunciado en vano, podía extraerse alguna huella cuyo barro seco atestiguara que allí pasó un chubasco antiguo, donde alguna vez alguien vio el fugaz brillo salvador de la rareza humana” (ibíd.: 447). González nos incita a hallar los momentos y los sujetos que han sido capaces de advertir esa chispa de salvación (para decirlo de un modo benjaminiano) en ciertas experiencias humanas; una búsqueda que procura resistir a la banalización de los sentidos, abrir los recintos clausurados del pasado, y escapar al vértigo de la conectividad total.

Nuestro “sabio de la tribu” nos propuso pensarlo todo de nuevo, destruir las dicotomías improductivas, recuperar los contenidos que aquellas disputas ponían en juego, deshacer las distribuciones rígidas; o para decirlo de un modo spinoziano: ensayar una crítica radical del humanismo sin negar lo que hay en este de verdadero. Necesitamos constituir un humanismo crítico “no inocente ni descuidado” que incorpore los aportes del anti-humanismo con el fin de propiciar una urgente renovación/relectura. Un humanismo crítico como modo de resistencia contra las amenazas a la condición humana; pero también como producción de las herramientas necesarias para configurar nuevas formas de existencia individual y colectiva. Lejos de enarbolar alguna receta milenarista, el querido Horacio se propone recuperar el olfato filosófico para volver a enhebrar una diversidad de lecturas dispersas; inocular en los “gastados postigos” del humanismo una dialéctica renovada para hacerlo “revivir de sus escorias” y volver a pensar los tiempos sombríos que estamos atravesando.

Desde ya, no solo desde el debate filosófico será posible esta tarea inagotable de revisión radical, este ejercicio interminable de recuperación salvífica tendiente a eludir el vértigo y la hiperconexión zombie; esa mediatización extrema que nos priva de la sorpresa, del asombro, de la dimensión erótica persistente en la “rareza humana”. La literatura, el arte, el cine y la música también se han ocupado, de un modo más eficaz que la filosofía, de abordar semejante labor. Y en este mismo sitio (La tela) nos vamos a encargar de recordar algunas de tales hazañas poéticas.

[1] Apelaremos aquí a un texto aún inédito presentado como ponencia en las jornadas organizadas en 2023, para conmemorar los 100 años de vida del Instituto de Investigación Social de Frankfurt. Allí, ensayábamos algunas de las parrafadas sobre las que volvemos en el presente artículo.

Bibliografía citada:

-González, H (2020): “La libertad de los pueblos no es nihilismo”, Página/12, 30/08/2020, entrevista de Daniela Yaccar, Bs. As.

-González, H. (2021): Humanismo, impugnación y resistencia. Cuadernos olvidados en viejos pupitres, Colihue, Bs. As. 

* Director General de Cultura y Extensión Universitaria (UTN-SCEU); sociólogo, investigador, docente (UBA y UNDAV)/claudioveliz65@gmail.com  

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