Capítulo 4: el rostro oscuro de la Ilustración.
Por Claudio Véliz
El concepto de distopía suele asociarse con el pesimismo frente al progreso civilizatorio; con el anuncio de una catástrofe inminente que el imaginario colectivo asocia con escenas estremecedoras, cadáveres putrefactos, ciudades en ruinas, edificios abandonados, tóxicos sumideros. Si bien los relatos sobre desastres naturales, guerras bacteriológicas o pandemias suelen ser asociados con la distopía, una más ajustada utilización de este término requeriría, también, una remisión a las circunstancias histórico-sociales que los alientan y de las relaciones de poder que los propician. De todos modos, también debiéramos destacar que ciertos relatos literarios sobre las más diversas catástrofes y calamidades (in)humanas suelen ser leídos como metáforas de una realidad angustiante o de los justificados temores respecto del provenir de la humanidad.
A partir de los textos de Tomás Moro, Francis Bacon o Tomasso Campanella, las utopías se relacionan con un mundo ideal o sociedad perfecta anclado en transformaciones sociales en curso o en horizontes promisorios enarbolados por activos protagonistas de la escena política. Por consiguiente, mientras la utopía alude a una comunidad armónica, hospitalaria y/o bondadosa, la distopía, su contracara, remite a la secularización del espanto, a la inminencia del aniquilamiento o de la destrucción. Tal como plantea el ensayista mexicano Curiel Rivera (2018), la distopía trabaja con elementos inmanentes a la utopía: insularidad, homogeneidad social, triunfo de lo colectivo sobre lo individual, felicidad comunitaria, pero los subvierte hasta transfigurarlos en la versión pesimista de esos mismos rasgos. Así, la felicidad deviene en horror; la comunidad en totalitarismo/Estado policíaco; la igualdad se traduce como subsunción de las singularidades en una monotonía repetitiva y asfixiante. En este sentido pueden leerse –siguiendo a Rivera– varios pasajes de Los viajes de Gulliver (1726), de Jonathan Swift o las sátiras políticas de Voltaire. Pero también debemos tener en cuenta que la distopía literaria incorpora algunos otros motivos entre los que se destaca, muy especialmente, la amenaza que los avances científicos y tecnológicos podrían plantearle a la humanidad. Es el caso de Frankenstein, de Mary Shelly, publicada en 1818; de las aventuras extraordinarias de Julio Verne o de las ficciones maquinales escritas por H. G. Wells hacia fines del siglo XIX. Estos últimos han sido considerados los pioneros de la ciencia ficción.
Tras arrojarse de su barco en alta mar, nunca se supo más nada de él. Así, la técnica que pretendía crear vida (re-vivir), no hizo más que sembrar la muerte, el temor y la violencia. Por consiguiente, nos topamos aquí con la contracara siniestra de su rostro bifronte, portentoso anticipo de las distopías tecnológicas del siglo XX.
En la novela de Shelley, el estudiante de medicina, Víctor Frankenstein, soñaba con dar vida a un cuerpo humano a partir de la disección de varios cadáveres. Después de mucho trabajo, el protagonista logró animar una monstruosa criatura robusta, aterradora y de 2,5 metros de altura. Los resultados no fueron los esperados. El creador debió huir de su criatura quien sufrió o bien el rechazo o bien la pavura de una sociedad que le resultó hostil y no se mostró dispuesta a convivir con un monstruo tan distinto del resto de los humanos. Una vez enterado de las circunstancias en que fue creado y habiendo constatado los temores que despertaba en quienes advertían su presencia, este humanoide de laboratorio se tornó aún más agresivo e iracundo. La responsabilidad por haber dado a luz a una criatura que se hubo cargado con la vida de varios humanos resulta insoportable para el Dr. Frankenstein cuya salud se deteriora hasta acabar con su vida. Arrepentido por sus crímenes, el humanoide se muestra dispuesto a huir hacia el Polo Norte donde acabaría con su vida, según le promete al capitán Walton. Tras arrojarse de su barco en alta mar, nunca se supo más nada de él. Así, la técnica que pretendía crear vida (re-vivir), no hizo más que sembrar la muerte, el temor y la violencia. Por consiguiente, nos topamos aquí con la contracara siniestra de su rostro bifronte, portentoso anticipo de las distopías tecnológicas del siglo XX.
Una de las primeras novelas escritas por el francés Jules Gabriel Verne fue París en el siglo XX (1863). La particularidad de esta obra de ficción científica es que su editor la rechazó por considerarla mediocre y pesimista, ya que auguraba una sociedad futura (1960) masificada, hipertecnificada y controlada por banqueros, técnicos y funcionarios. Una sociedad donde los fríos números reemplazaban a la literatura y a las relaciones afectivas. Oculta durante más de ciento treinta años, esta “novela perdida” recién fue publicada en francés en 1994. En cuanto al gran novelista británico Herbert George Wells, si bien incursionó en diversos géneros, será recordado por sus obras de ciencia ficción, aunque también por su crítica social y su mirada progresista. Desde fines del siglo XIX, en que publicó la mayor parte de sus narraciones, Wells prefiguró, de algún modo, muchos de los adelantos técnicos que emergieron tiempo después: la bioingeniería, los viajes espaciales, las armas nucleares, la televisión satelital e incluso internet. Sus obras de mayor repercusión fueron, sin dudas, La máquina del tiempo (1895), El hombre invisible (1897) y La guerra de los mundos (1898). Pero hacia 1938 fue publicada una compilación de sus discursos y ensayos bajo el título: Cerebro mundial. En varias de estas conferencias, propuso reorganizar la información y los saberes con el objeto de distribuirlos de modo tal que toda la humanidad tuviera acceso a ellos. Solo la democratización del acceso a la verdad –sugería–, daría pie a una sociedad global pacífica y productiva. Wells estaba promoviendo una suerte de Enciclopedia (cerebro mundial) que se actualizaría constantemente y nos permitiría recopilar, revisar y evaluar la totalidad del conocimiento humano. Si bien podríamos considerar su propuesta como un preanuncio de la World Wide Web, la emergencia de esta última, varias décadas después, estuvo muy lejos de propiciar la paz y la igualdad mundial. El mundo actual es mucho más parecido al que exhibe la distopía orwelliana que al edén de las utopías decimonónicas.
Aunque abrevando en estas obras pioneras, la distopía literaria recién tomó forma definitiva en el siglo XX. Los excesos de abstracción, cálculo y formalismo en que derivó el pensamiento ilustrado (además de sus violencias, binarismos y su desprecio por el “universo de lo sensible”), habilitaron una diversidad de miradas sombrías: tedio, decadentismo, pensamiento trágico, nihilismo, irracionalismo, estetización de la violencia, melancolía, angustia, spleen. La obra de Nietzsche, Freud, Spengler, Jünger, Schmitt o Baudelaire, aun con todas sus discrepancias y sus escasas coincidencias, contribuyó a contornear dicha atmósfera reticente a los “progresos” de la Ilustración. El clima de entreguerras resultó propicio tanto para los presagios utópicos como para los catastrofistas, para los devaneos mesiánicos y los apocalípticos. Tiempos de resistencia poética, de múltiples transgresiones, de enunciados peligrosos, de crítica sórdida, aunque lúcida, hacia lo establecido; tiempos de destrucción, pero también de creación, de estetización de la política y de politización del arte, de espíritus libertarios y de engendros protofascistas. En fin, una encrucijada histórica en que se incubaban tanto los sueños emancipatorios como el “huevo de la serpiente”. La ciudad de Weimar, sede de la fallida república alemana de posguerra fue testigo privilegiado de esta efervescencia poética, filosófica, artística, teórica. Lamentablemente, la crítica del mundo burgués ilustrado, de la moderna tecnocracia con su impronta masificadora y calculante, no concluyó en la instauración de una sociedad libre, plural e igualitaria, sino en la noche y la niebla del nazismo.
Quizá el más elevado monumento literario de este tiempo-bisagra sea la producción narrativa del escritor praguense Franz Kafka. En obras póstumas como El Proceso (1925), El castillo (1926) o en Ante la ley (1915) publicada en vida, puede advertirse una atmósfera asfixiante signada por las prácticas burocráticas, las situaciones absurdas, el sinsentido y la sumisión a la autoridad, configurando un verdadero “estado de excepción”. No pocos teóricos han pretendido hallar en la literatura kafkiana una fiel expresión del desencanto del mundo teorizado por el sociólogo alemán Max Weber. También el teatro de Samuel Beckett llevó al extremo el absurdo y el sinsentido del mundo. Los decorados desnudos y la ausencia de trucos escénicos contribuyen a plasmar la soledad, la desolación y la insignificancia de una humanidad desahuciada. Aunque con una connotación menos trágica que ontológica, Jorge Luis Borges suele acudir a las figuras de los laberintos, las ruinas circulares, el desierto, las paradojas, la amalgama inseparable entre lo infinito y lo finito, entre realidad y fantasía.
Aunque abrevando en estas obras pioneras, la distopía literaria recién tomó forma definitiva en el siglo XX. Los excesos de abstracción, cálculo y formalismo en que derivó el pensamiento ilustrado (además de sus violencias, binarismos y su desprecio por el “universo de lo sensible”), habilitaron una diversidad de miradas sombrías: tedio, decadentismo, pensamiento trágico, nihilismo, irracionalismo, estetización de la violencia, melancolía, angustia, spleen.
Sin subestimar los aportes que han realizado notables teóricos, filósofos, anarquistas, socialistas, nacionalistas, mesiánicos y románticos a la crítica de la ilustración, fue la literatura de fines del siglo XIX y comienzos del XX, la que nos anticipó ficcionalmente (o quizá, no tanto) un mundo distópico presente o futuro. Estas narraciones suelen dar cuenta de su tiempo de un modo más preciso que el esbozado por muchos de sus contemporáneos académicos e intelectuales. A juzgar, al menos, por su enorme repercusión, creemos que merecen un capítulo aparte los grandes maestros de la ficción distópica: Yevgeni Zamiatin, Aldous Huxley, George Orwell, Ray Bradbury, Anthony Burgess, Philip Dick. De todos modos, hacia mediados del siglo XX, la distopía había dejado de ser un reducto para entendidos y/o especialistas y pasó a permear todas las capas de la cultura.
Claudio Véliz es sociólogo, docente e investigador (UBA-UNDAV), director general de cultura y extensión universitaria (UTN) /claudioveliz65@gmail.com