Por Claudio Véliz
1. A la espera de una crisis (o de una dictadura)
Ya desde la década del 30 del siglo XX, un grupo de economistas y empresarios había comenzado a pensar los lineamientos de un nuevo modelo de organización social con el objeto de corregir y reorientar algunos vaivenes de esa otra corriente ideológica, política y económica que había venido configurándose desde fines del siglo XVII: el liberalismo.
En el año 1938, algunos intelectuales entre los que se hallaba Louis Rougier (un filósofo francés de orientación liberal) organizaron, en París, el Coloquio Walter Lippmann (en alusión-homenaje a un periodista y filósofo norteamericano obsesionado por conciliar las tensiones entre “libertad” y “democracia”). Ese mismo año, y también promovido por Rougier, se fundó el Centro internacional de estudios para la renovación del liberalismo cuya dirección quedó en manos de un empresario del aluminio llamado Louis Marlio. El principal motivo de estos encuentros fue la necesidad de superar las limitaciones del liberalismo y ponderar sus dificultades para contrarrestar los avances del intervencionismo estatal. Del coloquio parisino participaron intelectuales norteamericanos y europeos entre quienes se destacan Raymond Aron, Louis Baudin, Walter Eucken, Friedrich Hayek y Ludwin Von Mises. En 1949, Eucken fue designado asesor económico del Canciller democristiano alemán y, al igual que Von Mises y Hayek, integró el “Círculo de Friburgo” que sintetizó los lineamientos teóricos neoliberales en el denominado Manifiesto Ordoliberal. No obstante, según varios testimonios, fue Marlio el verdadero protagonista del coloquio.
La Facultad de Economía de Londres se hizo eco, inmediatamente, de estas polémicas gracias a la iniciativa de quien fuera uno de los participantes más destacados del evento ultraliberal, además de ser uno de los catedráticos ilustres de dicha Facultad: el economista vienés Friedrich Von Hayek. Discípulo de Mises, este representante de la escuela austríaca heredó de su maestro un profundo rechazo por el socialismo o, mejor dicho, por toda experiencia colectivista a la que juzgaba como un atentado contra la libertad humana. En 1944, se publica, en el Reino Unido, la obra más influyente de Hayek: Camino de servidumbre. Aquí, este economista extrema las tesis de Mises para afirmar, no solo que cualquier intento de planificación económica y de distribución de la riqueza conduce al totalitarismo sino, además, que todo ideal de justicia distributiva (es decir, toda idea de una sociedad más justa) acaba por destruir el imperio de la ley al “forzar a personas diferentes para lograr iguales resultados”.
Luego del impacto de esta obra, un grupo de empresarios suizos le ofrecieron apoyo financiero a Hayek para fundar una sociedad cuya meta sería formar a las nuevas generaciones de economistas en los principios del libre mercado. No tardaron en sumarse, a esta iniciativa, sus pares de EEUU y Gran Bretaña. Así, en 1947 tuvo lugar la conferencia inaugural en la ciudad suiza de Mont Pelerin. Entre sus asistentes se hallaban, además de Hayek, Milton Friedman, Karl Popper, Von Mises, Lionel Robbins, Walter Lippman, Michael Polanyi, Salvador de Madariaga y Walter Eucken. El intervencionismo estatal fue declarado el enemigo público número uno de todas las libertades. Un enemigo que podía adquirir la forma del igualitarismo, del elevado gasto público o del excesivo poder sindical. Inicialmente, este encuentro académico-empresarial fue pensado como una sociedad semisecreta, pero enseguida varios de sus integrantes entendieron la importancia de librar una batalla cultural de grandes dimensiones. Milton Friedman (principal inspirador de la dictadura pinochetista que se alzara con el poder en 1973) consideraba que era necesaria una crisis (tanto real como simulada pero percibida como tal) para lograr que aquello que parecía políticamente imposible (ajuste fiscal, recorte de gastos y asignaciones, desempleo creciente, privatizaciones, precarización laboral) se vuelva políticamente inevitable.
Ciertamente –para desgracia de estos conspicuos neoliberales–, tras la segunda guerra europea, con su secuela de muerte y destrucción, se tornó prioritaria la reconstrucción de las naciones y la recuperación de las economías devastadas por los combates. Y, para ello, resultaba indispensable la instauración de un poder político capaz de intervenir, controlar y regular el accionar de los agentes económicos, además de expandir el gasto social y la obra pública, de promover la redistribución de los ingresos y los recursos, y de realizar las inversiones necesarias para sostener el empleo e incentivar la demanda. En este contexto de urgencias sociales, políticas proteccionistas, estrategias distributivas, reconstrucciones comunitarias y tareas cooperativas, resultaba muy difícil imponer aquellas “correcciones” basadas en el fundamentalismo de mercado, el culto del individualismo extremo y los consensos meritocráticos. Hubo que esperar –como muy bien lo había planificado Friedman– hasta la próxima crisis del capitalismo (mediados de los 70) para que aquel engendro impresentable pudiera ser vendido –en virtud de las operaciones mediáticas y también académicas– como paradójicamente viable.
2. Contra la metafísica naturalista del liberalismo
Si bien durante el Coloquio Walter Lippmann primó cierta fobia antiestatalista, podríamos agrupar los principales diagnósticos en dos grandes grupos. Por un lado, los que tendieron a explicar la crisis del liberalismo por factores exógenos: las distintas variantes del intervencionismo (protecciones, control de precios, seguro de desempleo, etc.); por el otro, los que intentaron hallar las causas del declive en las deficiencias de los principios liberales (y, por consiguiente, proponían la re-fundación del liberalismo sobre nuevas bases). Las posturas radicalmente estadofóbicas (partidarias de la lisa y llana demolición de un aparato estatal distorsivo y antinatural) convivieron con las propuestas tendientes a diseñar una maquinaria jurídica-estatal al servicio del libre mercado. Estas últimas fueron las que, finalmente, lograron imponerse.
Fueron Louis Rougier y Walter Lippmann los más activos a la hora de sentar las bases para la reinvención/reconstrucción del liberalismo. La crítica de Rougier consistió, fundamentalmente, en el rechazo de la metafísica naturalista del liberalismo y su reemplazo por el diseño de un constructo legal capaz de garantizar la competencia y encauzar la libre circulación. En virtud de estas controversias, podríamos afirmar que la gran diferencia entre el declinante liberalismo y el emergente neoliberalismo radicaba en el modo en que ambos concebían el orden social y el comportamiento de los agentes socioeconómicos. Según Rougier, la tradición liberal había asociado dicha organización con el ordenamiento natural, consagrando, así, la necesidad de liberar flujos, descomprimir presiones, habilitar arterias, propiciar una circulación anárquica. De este modo, La concepción “organicista” del liberalismo clásico contribuía a conservar los privilegios de los más fuertes y aptos “por naturaleza”, seguros ganadores en la puja libremercadista en ese ordenamiento sacralizado. Para este autor, la fisiocracia francesa del laissez-faire (inspirada en la perfección orgánica del sistema cerebro-vascular) era el más claro exponente de este conservadurismo naturalista. En este contexto, la no intervención debía interpretarse como la rendición frente a la tiranía de los flujos naturales.
Rougier no admitía estas absurdas ingenuidades de un liberalismo conservador del orden preexistente, y proponía, en cambio, una perpetua adecuación del orden legal a las exigencias de los progresos científicos, técnicos y económicos. Para decirlo de un modo más ilustrativo: el (neo)liberalismo no debía traducirse como la exigencia de evitar todas las modalidades de la intervención (para propiciar la libre circulación), sino como la necesidad de crear un código de circulación adecuado a las nuevas realidades productivas, financieras y tecnológicas. Según el criterio de Rougier, Lippmann, Hayek y Cía., el liberalismo clásico era el gran responsable de la crisis del capitalismo liberal; sus errores conceptuales, epistemológicos y metodológicos habrían habilitado el camino del control, el dirigismo y la planificación (enemigos mortales del liberalismo). En el marco de este determinismo económico orgánico, cualquier legislación social, política o jurídica constituye una desviación tramposa respecto del libre juego de las fuerzas económicas.
Walter Lippmann criticaba a los “últimos liberales” (muy especialmente a J. S. Mill y Herbert Spencer) y consideraba al laissez-faire (que atribuía al economista francés, del siglo XVIII, Vincent de Gournay) como una consigna incapaz de regir los asuntos de los Estados. Aunque, inicialmente, revolucionaria (por su prédica liberal contra el antiguo régimen monárquico), dicha fórmula se tornó –según Lippmann– un dogma oscurantista. Los “derechos naturales” operaron como una ficción eficaz que le permitió a la clase propietaria resguardar sus posesiones y acumular capital, pero obturaron cualquier reflexión sobre la pertinencia e importancia de las leyes. La fe (cuasi-religiosa) en la existencia de leyes naturales, de regiones sociales libres de derecho, habría impedido el desarrollo de políticas, instituciones, normas y leyes orientadas a dicha tarea. La novedad de la reinvención neoliberal consistía en la necesidad de pensar el “orden de mercado” a partir de un programa político e institucional que permitiera organizarlo y consolidarlo. La posibilidad, agilidad y seguridad de las transacciones económicas no dependía de los flujos naturales sino de las estrategias estatales destinadas a otorgar ciertas garantías y a hacer valer ciertos derechos propietarios. Los esfuerzos por limitar todo accionar estatal atentaban contra la implementación de legislaciones, normativas, instituciones y garantías para las prácticas económicas, comerciales y financieras. La mera existencia de contratos, garantías propietarias, patentes, estatutos jurídicos, derechos comerciales y laborales, negaba cualquier posibilidad de un despliegue libre-natural (laissez-faire) de los factores económicos.
Lippmann consideraba que el olvido de la exquisita teoría jurídica del siglo XVIII (muy especialmente, de la obra de Jeremy Bentham) por parte de los liberales del siglo XIX (liderados por Herbert Spencer) constituye una verdadera degradación doctrinal. El principal error de estos últimos fue no haber comprendido la dimensión institucional-estatal de las organizaciones sociales. No lograron (o no quisieron) entender que la propiedad, las asociaciones, los gobiernos, los parlamentos y los tribunales se hallaban regidos por leyes (es decir, por normativas legales elaboradas y consensuadas a tal efecto). Los nuevos liberales (es decir, los neoliberales) desechaban la profusa y celebratoria literatura liberal-organicista con su ingenua apologética del mercado, al tiempo que recuperaban los trabajos de los juristas que les permitieron comprender el funcionamiento regulado de los circuitos comerciales, financieros y productivos. En cada disposición jurídica los liberales clásicos solo podían ver una violación del estado de naturaleza, la intolerable injerencia del Estado. Según sus críticos, sin derechos y garantías efectivamente aplicables y exigibles no hay propiedad, ni contrato ni sociedad. Así, el liberalismo que se había presentado, en el siglo XVIII, como el portador del ideal emancipatorio de la humanidad, no tardó en transformarse en una tradición conservadora que defendía a ultranza la inmutabilidad del orden natural. De este modo, terminaba defendiendo un ordenamiento que era el resultado de algunos resabios del pasado (monárquico, feudal o aristocrático) y de ciertas innovaciones (burguesas) impulsadas por los sectores privilegiados. Frente al conformismo resignado de estos liberales iusnaturalistas, Lippmann concluye: “sus cerebros han dejado de funcionar”.
3. El ordoliberalismo
Podríamos afirmar que el “programa” neoliberal puede ser pensado a partir de dos vertientes: por un lado, el ordoliberalismo alemán surgido en la Universidad de Friburgo, liderado por Walter Eucken y experimentado por la Alemania de la segunda posguerra; por el otro, el neoliberalismo austro-anglosajón consagrado en el Coloquio de Lippmann y liderado por Ludwig Von Mises, Friedrich Hayek y Milton Friedman. Más allá de ciertos acuerdos básicos respecto de las libertades de mercado, la libre competencia, la prioridad de la esfera privada y la exaltación de los valores individuales, el neoliberalismo no es un conjunto homogéneo de medidas y propuestas organizativas aplicables en todo tiempo y lugar. En los años de posguerra, Alemania fue el primer gran laboratorio de los ensayos neoliberales tras la experiencia del nazismo, la guerra y la derrota. La reconstrucción de esta nación devastada supuso la recuperación de acuerdos mínimos de convivencia y lealtad institucional, y la (re)creación del Estado de derecho como exigencia (y, a la vez, condición) del funcionamiento del mercado. Como consecuencia de dichas urgencias, terminaron por imponerse las propuestas de un grupo de académicos de la Escuela de Friburgo, algunos de los cuales habían participado del Coloquio de Lippmann (1938) y de la sociedad secreta de Mont Pelerin (1947): Alexander Rüstow, Wilhelm Röpke, Alfred Müller-Armack y Ludwig Erhard, entre otros. Poco después, este conjunto de estrategias, ideas y normativas será conocido como ordoliberalismo.
La novedad del neoliberalismo alemán (aunque también haya concitado ciertas adhesiones en otras latitudes) solo puede explicarse en el contexto de la historia de Alemania. Las políticas alemanas de posguerra fueron amparadas bajo la consigna “economía social de mercado” (convertida en slogan por varios gobiernos de nuestra región en los años 90), en obvia alusión a la necesaria convivencia entre la libre competencia y la armonía social (una convergencia que, a poco de andar, se hubo tornado insostenible). Algunos ordoliberales (entre ellos, Leonhard Miksch y Alfred Müller-Armack) a igual distancia del parlamentarismo de Weimar y de las experiencias colectivistas del Este, fueron responsables del diseño de las políticas expansivas del nazismo. Para ellos, el modo más eficaz de sostener las políticas de mercado era promoviendo una institucionalidad sólida (es decir, un orden consensuado) y capaz de favorecer la cohesión e integración social. Así, quedaba demostrado que ni el neoliberalismo podía pensarse como la contracara de las regulaciones estatales, ni el nazismo como la antítesis del liberalismo mercantil.
No debiera sorprendernos, entonces, que en las obras de estos ordoliberales podamos hallar, junto a las consabidas “recetas” económicas, especulaciones metafísicas, teorías sociológicas y observaciones existenciales/psicológicas. En la Alemania de entreguerras se había engendrado (quizá, como en ninguna otra nación europea) un clima espiritual relativamente hostil a la arrolladora dinámica de la industrialización y las mutaciones urbanas, a la cultura de masas, a los obstinados desarrollos niveladores y homogeneizadores de la técnica, y al “desencantamiento del mundo” operado por la burocratización de la vida. En este marco, proliferaron las más diversas expresiones y manifestaciones románticas, conservadoras, nostálgicas, religiosas y utopistas, tendientes a morigerar los conflictos y coacciones inherentes al industrialismo moderno y a restablecer las armonías comunales. Todos estos factores contribuyeron a la constitución de un neoliberalismo muy particular, reticente tanto a la concentración monopólica (promotora de acentuadas asimetrías que suelen ser toleradas por el neoliberalismo anglosajón) como a las prédicas individualistas contrarias al espíritu comunitario (fogoneadas por “nuestros” neoliberales locales).
El ejemplo alemán bastaba para demostrar que el orden basado en la libre competencia y la regulación mercantil no podía (ni debía) pensarse como una “ley natural”, sino como un orden producido, ajustado, propiciado y consolidado mediante mecanismos institucionales (es decir, irremediablemente políticos). Por consiguiente, una cierta intervención del Estado, lejos de ser un obstáculo, impedimento o coacción violenta (respecto del laissez faire), se torna indispensable para lograr las metas económicas. Al igual que la democracia política, la economía de mercado era pensada como artificio político, como constructo institucional (ya no como un orden natural ni como un mecanismo autorregulado). De todos modos, los ordoliberales se opusieron, con vehemencia, a todo colectivismo económico, ya que consideraban a la planificación estatal de la economía (“politización de la vida económica”) como una tiranía mediante la cual el poder político decide por los individuos. La “libre elección” de los consumidores constituía, para ellos, el antídoto más eficaz contra toda coerción estatal. Las principales acciones del Estado debían estar destinadas a promover la elección libre de los agentes económicos y a garantizar la competencia. Por un lado, entonces, la legitimación del Estado por la economía (defendida por los “juristas”); por el otro, la legitimación de la autoridad política en virtud de su “misión social” (promovida por pensadores igualmente liberales, pero desde una perspectiva más “sociológica”). En cualquier caso, la política ordoliberal se fundó en una decisión constitutiva: institucionalizar la economía de mercado (el derecho económico de la competencia y la libre elección) como una normativa económica que integre el derecho constitucional y positivo del Estado.
4. El neoliberalismo anglosajón
Este experimento que hemos importado en los 90 halla sus orígenes hacia fines de los años 30 en el contexto de la crisis económica mundial; alcanza su apogeo teórico entre los años 50 y los 60, en los que podemos observar una enorme vitalidad intelectual y la publicación de varias obras e investigaciones de gran difusión por parte de economistas como Hayek (Premio Nobel de Economía en 1974), Friedman (en 1976), James M. Buchanan (en 1986) o Gary Becker (en 1992); promueve transformaciones culturales y políticas para ensayar estrategias de apertura comercial, endeudamiento y ajuste fiscal; ya mediante la imposición del terror (las dictaduras latinoamericanas de los años 70), ya en virtud del triunfo de líderes conservadores (los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, en los 80). Las recetas de la tradición neoliberal anglosajona explicitadas en el Consenso de Washington inspiraron en gran medida a nuestros economistas, funcionarios y legisladores fascinados por las políticas de ajuste, austeridad, endeudamiento, privatización y flexibilización laboral.
Conquistar el alma
Margaret Thatcher asumió como primera ministra en mayo de 1979. Fascinada con el libro Los fundamentos de la libertad, de Friedrich Hayek, propuso un programa económico que incluía todos los elementos estandarizados del neoliberalismo: reducción de impuestos a los sectores privilegiados, achicamiento del gasto, privatización de empresas públicas, supresión de controles y regulaciones estatales, restricción monetaria. Siguiendo a Milton Friedman, Thatcher consideraba que la inflación respondía a la oferta monetaria: con menos dinero circulando, inevitablemente bajarían los precios. Aunque todas estas medidas redundaban en menos consumo, menos producción y más desempleo, la excusa era que tarde o temprano llegaría el equilibrio. El otro de los objetivos centrales fue la reducción del poder de los sindicatos (una de las cuestiones recurrentes en Hayek). El caso de los mineros del carbón del Reino Unido fue emblemático. La primera ministra no cedió a ninguna de las demandas y al cabo de varios meses, los trabajadores tuvieron que rendirse. Más de 120 minas fueron cerradas y las restantes, privatizadas. La desindustrialización provocada por las políticas neoliberales coincidió, efectivamente, con el debilitamiento del poder sindical y con la imposición de una nueva y flexible legislación laboral. Al mismo tiempo, se eliminaban todas las restricciones que habían gobernado, hasta entonces, al mercado financiero.
Thatcher había comprendido muy bien que la condición ineludible para que estas políticas de ajuste, austeridad, desempleo y pérdida de derechos sociales resultaran exitosas era la “conquista de las almas”. El neoliberalismo que emergió de la mano de dos dictaduras (Chile y Argentina) o bien en virtud de grandes crisis (Inglaterra, EEUU, Alemania) necesitaba transformar el saqueo de las mayorías que lo motorizaba en un destino inevitable y/o deseable mediante instrumentos de seducción, sugestión o compromiso “moral”. Tal como decía la ministra británica, “si bien la economía es el método, el objetivo es cambiar el corazón y el alma de la gente”. Y, por consiguiente, todos los dispositivos mediáticos e institucionales deberán ajustar su estrategia a semejante transformación. Espíritu empresario, confianza en uno mismo, autoestima, capacidad de sacrificio, exigencia de rendimiento pasaron a constituir los requerimientos de ese tiempo, en gran parte, herencias de un pasado victoriano idealizado y de una ética protestante signada por el ascetismo, la acumulación y la prudencia. La contracara de esta mercantilización del mundo es la hostilidad hacia todos aquellos que, de algún modo, se presentan (es decir, son presentados) como un obstáculo para la consolidación de estos cambios profundos: los sindicalistas, los beneficiarios de pensiones o asistencia social, los empleados públicos, los funcionarios del servicio civil y todos aquellos que disfrutan de cierta seguridad/estabilidad laboral. Ninguno de todos estos sectores condenados por el nuevo espíritu del capitalismo entiende de competencias, riesgos, rendimiento, incertidumbre o temor al fracaso.
Para Thatcher, “la gente” no debiera culpar por sus problemas a la sociedad ya que “la sociedad no existe, solo existen individuos que cuidan de sí mismos”. El culto de una inmediatez que derriba de un plumazo todas las construcciones culturales, las instituciones y los proyectos colectivos que llevaron a los humanos a asociarse, cooperar y organizarse para evitar los combates perpetuos. Efectivamente, si alzamos la vista y ponemos entre paréntesis todo nuestro bagaje histórico y simbólico, solo vemos individuos aislados. El otro eslogan repetido del neoliberalismo anglosajón es que “no hay alternativa”, “es esto o el caos”, “estamos haciendo lo que teníamos que hacer”, es imposible siquiera imaginar otra cosa, “debemos subirnos al tren de la historia”. Los grandes proyectos de liberación y/o emancipación se han derrumbado, las ideologías ya no existen y, por consiguiente, solo queda espacio para refugiarse en lo personal, lo mínimo, lo fragmentario, lo inmediato y desconfiar de cualquier propuesta que vaya más allá de la vida cotidiana.
El gobierno como problema
También Ronald Reagan asumió en el marco de una crisis jalonada por la devaluación del dólar, la derrota en Vietnam, el Watergate y el ascenso de gobiernos revolucionarios (Angola, Irán, Nicaragua, etc.). Llegó a la Casa Blanca impulsado por una coalición de neoliberales, neoconservadores y nacionalistas. Los neoliberales habían tenido un gran arraigo en la cultura, en las academias norteamericanas y en la tradición empresarial del norte. Si tuviéramos que resumir su programa, podríamos hablar de: Estado mínimo, equilibrio fiscal, reducción impositiva para los más ricos, achicamiento del gasto público, etc. El neoconservadurismo tiene su origen en la intelectualidad blanca de los sectores medios y procura restaurar los valores tradicionales amenazados por los recientes cambios culturales: familia, trabajo, religión, etc. Por consiguiente, es hostil a la inmigración, el feminismo, la homosexualidad y hasta a la teoría de la evolución. En tanto el nuevo nacionalismo es un producto tardío de la Guerra Fría que reacciona contra todo lo que considera una amenaza: la Unión Soviética, las revoluciones triunfantes, el Diálogo Norte-Sur, la prédica de los derechos humanos, y también la extrema tolerancia de gobiernos democráticos como el de Carter. Aunque guarda notables afinidades con el neoconservadurismo moralizante, lo suyo es, decididamente, un supremacismo geopolítico. Lo que resultaba más difícil era conciliar el tradicionalismo conservador con el individualismo cínico y libertario del programa neoliberal.
Por otra parte, la exigencia nacionalista de incrementar el gasto militar y armamentista indispensable para reafirmar su superioridad estratégica confrontaba con la propuesta neoliberal de achicar el gasto y el déficit, y de mantener un presupuesto equilibrado. La maestría de Reagan consistió en disimular estas contradicciones tras la puesta en escena de su personalidad arrolladora e histriónica.
Para Reagan, el gobierno en sí mismo constituía un problema, una burocracia innecesaria e ineficiente. Los controles y regulaciones resultaban costosos y requerían un financiamiento improcedente. Por consiguiente, delegó facultades a los gobiernos locales, eliminó controles, desreguló el transporte, la energía y las telecomunicaciones, y les impuso a todas las dependencias federales, metodologías administrativas basadas en la ecuación: costo-beneficio. Pero su gran obsesión fue bajar los impuestos de los más ricos. El gasto público disminuyó en todas las áreas del Estado salvo en Defensa. Las erogaciones realizadas desde este ministerio se incrementaron exponencialmente: proyectos de Defensa Estratégica, multiplicación de la producción de armamentos, invasión a Grenada, financiamiento de las expresiones opositoras en países como Nicaragua, Angola o Afganistán.
En las antípodas del modelo keynesiano basado en la demanda agregada, el neoliberalismo decide enfocarse en la oferta, es decir, en crear las condiciones favorables para que los empresarios inviertan más, para que se incrementen los productos y servicios ofrecidos. La ecuación (conocida como la curva de Laffer) era muy sencilla: si se reducen los impuestos a las empresas y a las ganancias de las personas, se acrecentarán los ingresos de los que tienen rentas más altas y estos invertirán más; de este modo, aumentará la producción y el empleo de modo que todos saldrán ganando. Por otra parte, a pesar de la rebaja impositiva, la recaudación fiscal se incrementará ya que aumentará la producción. Lo cierto es que esta curva construida por el economista Arthur Laffer sirvió para justificar la reducción impositiva en los 80, pero en absoluto para dar cuenta del funcionamiento económico de la sociedad norteamericana. Los impuestos sobre las ganancias del capital y sobre la renta se redujeron drásticamente entre 1978 y 1986. No obstante, no solo no aumentaron los ingresos del Estado, sino que se incrementó la riqueza del 10 por ciento de los más ricos, y muy especialmente del 1 % más alto de la pirámide, mientras que los ingresos del 40 % más pobre no aumentaron en absoluto. La curva se sustentaba en dos ideas fundamentales: una desigualdad positiva y deseable (contracara de las fabulosas ganancias empresariales) y un goteo (derrame) desde arriba hacia abajo que contribuiría a morigerar la desigualdad. A pesar de esta contundente demostración de su falacia, la idea del derrame retorna una y otra vez. En nuestro país, sin ir más lejos, la totalidad de los partidos liberales, conservadores y anti-populistas no dejan de repetir dichas fórmulas como un mantra y como única propuesta para los problemas económicos: achicar el gasto, reducir el déficit, bajar impuestos, desregular el mercado.
Claudio Véliz es sociólogo, docente e investigador (UBA-UNDAV), director general de cultura y extensión universitaria (UTN) /claudioveliz65@gmail.com