Neoliberalismo y (pos)democracia
Por Claudio Véliz
la crisis que habilitó el desfalco
Carlos Menem fue electo el 14 de mayo de 1989 con el 47,49 % de los votos y habiendo utilizado dos eslóganes de campaña muy contundentes: “Salariazo” y “Revolución productiva”. Para entonces, la hiperinflación, los saqueos y la violencia callejera propiciaron un clima de resignación, abulia y apatía política (el momento tan esperado por los impulsores de las recetas neoliberales). En las antípodas de sus promesas de campaña, el nuevo gobierno optó por pactar con las diversas expresiones del poder fáctico: las corporaciones locales, los acreedores externos, el FMI, y por someterse a las imposiciones de EEUU para la región: las recetas del Consenso de Washington (1). Por consiguiente, decidió entregarle el manejo de la economía a una corporación multinacional, al tiempo que procuraba vaciar de sentido toda la simbología peronista, muy especialmente, la que aludía a sus tres espadas más filosas: justicia social, independencia económica y soberanía política. En estrecha sintonía con este quiebre simbólico, el caudillo popular de los llanos riojanos debió quitarse el poncho, cortarse el cabello, rasurar sus frondosas patillas, vestir elegantes trajes importados, insinuar una desenfadada inclinación a los gestos pragmáticos y ensayar una perpetua sonrisa impostada, como si existiera algún motivo para alegrarse.
El plan de reformas estructurales (léase: desguace del Estado) resultó inédito por su magnitud y alcance. Apertura económica, reducción del gasto público, reforma estatal, desregulación comercial, liberalización financiera y autonomía del BCRA (he aquí lo que muchos politólogos han denominado “la segunda oleada neoliberal”). Estas medidas se proponían desmantelar el poder sindical, la producción local y el Estado benefactor que sobrevivían con grandes dificultades, tras la dictadura y la “economía de guerra”. El broche de oro de este “paquete” será la privatización de todas las empresas de servicios, energía y transporte, y también las petroquímicas y siderúrgicas que, desde el primer peronismo, habían pasado a manos del Estado. El objetivo era modificar la matriz institucional-estatal a la medida de los grupos concentrados de la economía tanto nacionales como extranjeros. Para que semejante despropósito fuera aceptado sin mayores conflictos, se desplegó una prédica discursiva sistemática (amplificada por un poder mediático beneficiado por la privatización de radios y canales de TV) destinada a vincular a las empresas estatales con la corrupción, la burocracia y el despilfarro; al mismo tiempo, todo lo estatal y lo público quedaban asociados con el gasto excesivo, la inoperancia y/o la confiscación, mientras que el capital privado se convertía en sinónimo de modernización y eficiencia.
La privatización de las empresas –se afirmaba– vendría a habilitar la competencia y, por lo tanto, los nuevos propietarios se verían obligados a mejorar continuamente su servicio y a rebajar las tarifas. Por otra parte, las licitaciones internacionales atraerían inversores extranjeros lo que redundaría en nuevos empleos y en la mejora salarial de los nuevos empleados privados. Esta “lluvia” de inversiones contribuiría a incrementar el presupuesto educativo y a aliviar la situación de los jubilados; además, se reduciría la deuda pública teniendo en cuenta que buena parte del pago se haría efectivo mediante títulos de deuda que se computaban según su valor nominal y no en virtud de su valor mercantil. En tanto, las políticas económicas del flamante mandatario tendían a profundizar el proceso de desindustrialización (suspendían la promoción industrial, anulaban el “compre nacional” y promovían la apertura importadora) y a facilitar el ingreso de capitales foráneos con la consecuente extranjerización de la economía. Este cuadro se completaba con la tan mentada flexibilización laboral que iba a permitir bajar los costos e incrementar la productividad, con la reducción de aportes patronales y (a instancias del FMI) con el incremento de la alícuota del IVA, el más regresivo de los impuestos que, hacia 1993, representaba el 80% de la recaudación total. Con la trillada excusa del “derrame”, todas estas medidas, a las que se sumaban las facilidades tributarias y los subsidios estatales, beneficiaron, muy especialmente, a los siguientes grupos empresarios locales: Pérez Companc, Bunge & Born, Macri-Socma (que durante la dictadura cívico-militar ya había logrado sextuplicar sus negocios empresarios), Rocca-Techint, Astra-Gruneisen, Soldati, Zorraquín, Massuh, Fortabat-Loma Negra, Arcor, Acevedo-Acindar, Bemberg, Roggio y Richards-Indupa, entre otros. Muchos de estos conglomerados se asociaron con empresas extranjeras y con bancos acreedores de la deuda externa argentina, formando, así, la comunidad de negocios que logró apropiarse de nuestro patrimonio nacional.
lo que el menemismo nos legó
El gobierno de Menem se caracterizó por una corrupción generalizada en todos los niveles, facilitada por la desidia social, la degradación cultural y la complicidad mediática. El marketing político reemplazó a la movilización popular, las campañas publicitarias a las políticas de Estado y a las relaciones interpersonales. Los expertos en imagen terminaron por desarticular la vida interna de los partidos políticos cada vez más ajenos a las problemáticas sociales. Los oligopolios mediáticos se convirtieron en los principales publicistas de las políticas neoliberales (al igual que en los tiempos de la dictadura en que obtuvieron beneficios para sus medios de prensa) y participaron activamente de la agenda pública mediante un inigualable poder de lobby y capacidad de veto. La escena (anti)política se trasladó a los estudios televisivos, a las fiestas suntuosas de la farándula, a las tapas de las revistas que exhibían las mansiones de los famosos. La videopolítica reemplazaba al espacio y al debate públicos. El Congreso pasó a ser un apéndice del Ejecutivo posibilitando la aprobación de leyes esenciales para permitir el saqueo: reforma del Estado, privatizaciones, convertibilidad, reforma constitucional, etc. En tanto, el Poder Judicial ya no pudo disimular su arquitectura mafiosa y corporativa. Los jueces federales se sometieron al control del secretario y vocero presidencial Carlos Corach (2) que se vanagloriaba de ejercer dicha intromisión. En tanto, la Ley 23.774 de 1990 decidía sumar cuatro integrantes más a la CSJ con lo cual, el gobierno se aseguró la mayoría automática. Así, los fallos del supremo tribunal no solo acompañaron los desaguisados del Ejecutivo, sino que también eximían de culpa y cargo a los funcionarios y empresarios acusados de corrupción. Valga recordar que fue esta misma Corte la que desestimó una denuncia contra la familia Macri por contrabando.
Tal como sugiere el historiador Mario Rapoport (3), el menemismo logró constituir la primera coalición conservadora de masas que hayan podido generar las clases dominantes en toda su historia (sin duda alguna, el segundo intento exitoso, en términos electorales, fue la creación del frente Cambiemos en 2015). Menem consiguió convertir el movimiento peronista, popular y desarrollista en una perversa maquinaria político-electoral neoliberal. Por primera vez, el PJ aglutinaba una alianza de clases inconciliables que permitía la imposición de un proyecto antipopular con apoyo popular. Si bien, capitalismo y democracia han sido desde siempre –valga repetirlo una vez más– instancias contradictorias y antitéticas, con el neoliberalismo vino a consumarse la imposibilidad absoluta de su conjugación: el empobrecimiento y la exclusión social promovidos por el saqueo y la devastación del capitalismo predatorio exhiben obscenamente la derrota de un proyecto igualitario sustentado en el protagonismo popular, la participación ciudadana y la soberanía nacional. La “novedad” de los 90 consistió en que las políticas neoliberales concitaron, por primera vez en la región, el apoyo masivo en las urnas. En 2015, hemos vuelto a tropezar con la misma piedra.
El neoliberalismo instituye la ruptura del “pacto democrático de representación”: los representantes se autonomizan de las demandas de sus representados y se convierten en una elite autosuficiente solo preocupada por su perpetuación. Como corolario, los representados se hunden en la indolencia y el descreimiento de la política como herramienta de transformación social y resolución de conflictos. Un sopor decididamente antipolítico se instituye como la contracara perfecta de un poder corporativo que se erige por sobre cualquier mediación democrática. La espectacularización de la vida ciudadana permite reemplazar la confrontación de proyectos, miradas del mundo y perspectivas ideológicas, por el frívolo desfile de candidatos maquillados para la ocasión. La imagen se convierte en el valor electoral más apreciado. Consultoras y fundaciones económicas son las protagonistas excluyentes de la nueva escena posdemocrática: operan en las sombras, establecen puentes con organismos internacionales de crédito, digitan las decisiones gubernamentales, organizan la agenda económica y política, promueven temores o adhesiones con sus pronósticos y diagnósticos, establecen calificaciones e índices de riesgo, se vinculan con voceros mediáticos encargados de difundir y justificar sus informes técnicos. Esta operatoria se desentiende de cualquier evaluación política y desestima por completo el comportamiento de los actores, el sufrimiento de los más vulnerables o las posibles reacciones populares. Para poder aplicar estas recomendaciones inspiradas en los vaivenes de los mercados, la ortodoxia monetarista, y la ciega creencia en las pretendidas leyes “naturales” de la economía”, los funcionarios de turno deberán alegar su inevitabilidad, la imposibilidad de adoptar otro camino. Incluso reconociendo su enorme perjuicio para las mayorías, los voceros del neoliberalismo argumentan que son necesarias para evitar males mayores y que, por consiguiente, vale la pena el sacrificio (“cirugía mayor sin anestesia”, decía Menem) para que en el futuro llegue el alivio.
Desde fines de 1998, el país se hallaba en una profunda recesión que precipitó la caída del PBI en un 3,4 %, al año siguiente. Hacia el final del mandato de Menem, la deuda externa había pasado de 63 mil millones de dólares a 146 mil. Pese al achicamiento del Estado y las políticas de ajuste, el gasto público se había incrementado casi un 42 % entre 1991 y 1999. El desempleo se duplicó entre 1989 (7%) y 1999 (15 %). Se amplió la brecha entre ricos y pobres: el 20 % más rico de la población incrementó sensiblemente sus ingresos mientras que los del 20 % más pobre descendieron un 70 %. Las políticas en curso obligaron a incorporar una nueva categoría a las mediciones de pobreza: la de “indigencia”. También se utilizó la de “nuevos pobres” para ponderar a quienes llegaron a dicha instancia habiendo integrado los sectores medios (hacia 2002 alcanzaban el 35,8 %). Según Rapoport, el menemato nos legaba un país con 18 millones de pobres (el 48,64 % de la población) de los cuales, 9 millones eran indigentes (el 24,32 % de la población); y venía a instaurar una nueva modalidad del reparto de la riqueza: la abundancia de los más ricos (el 20 % de los argentinos: viajeros frecuentes, habitantes de barrios privados, usuarios de celulares de última generación, etc.) fue financiada por el otro 80 % en virtud del desempleo, la precarización, la ausencia de protección social, la destrucción del sistema previsional, el desfinanciamiento de la educación y la salud, la disparada inédita de los índices de pobreza e indigencia. Solo una tercera parte de los argentinos podía acceder a un elevado nivel de vida mientras que los otros dos tercios quedaban condenados a la pobreza, la indigencia y/o la exclusión. Las políticas aperturistas y anti-industrialistas ocasionaron la destrucción de 300 mil puestos de trabajo industriales registrados. Los capitales extranjeros se expandieron permitiendo la concentración, la dependencia y la fuga de capitales.
A estas demoledoras estadísticas de la gestión económico-social se sumaban las decenas de denuncias de corrupción (4), la entrega de la soberanía nacional, el desguace del Estado y el remate del patrimonio público, la inédita degradación educativa, sanitaria y cultural, la fuga de los científicos, la impunidad, los indultos, las relaciones carnales, la venta ilegal de armas (con la consecuente voladura de una ciudad cordobesa que arrojó un saldo de 7 muertos y 300 heridos), los dos atentados contra instituciones judías a los que sucedió el encubrimiento, la destrucción del sistema ferroviario, el saqueo de los jubilados, la degradación de la política, etc., etc.
Del desamparo al estallido plebeyo
Este cóctel de corrupción generalizada, endeudamiento, pobreza y desempleo terminó por dinamitar las ambiciones del duhaldismo y allanó el triunfo de una Alianza que intentaba presentarse (con enorme esfuerzo) como una alternativa “progresista”. Paradójicamente, fue esta última la que operó como heredera del menemismo, no solo porque decidió mantener la convertibilidad, continuar con las políticas de ajuste y endeudamiento, y reafirmar los acuerdos con el FMI; sino también porque los funcionarios elegidos por De la Rúa se asumían como férreos defensores de las recetas ortodoxas y, muy especialmente, de una flexibilización laboral que intentaron imponer mediante coimas a los senadores del PJ. Valgan los nombres de Machinea, López Murphy, Patricia Bullrich, Sturzenegger o Cavallo para despejar cualquier duda al respecto. El “blindaje financiero” (renegociación y nuevo endeudamiento) se complementó con un ajuste aún mayor que el ensayado por el gobierno anterior: recortes a la educación y a la salud públicas, rebajas de salarios y jubilaciones, retiros “voluntarios”. Solo la provincia de Santa Cruz gobernada por Néstor Kirchner se negó a firmar este bochornoso paquete fiscal. Tal como había deslizado el entonces presidente en muchas oportunidades, las decisiones económicas estaban supeditadas al veto o la aprobación del grupo Clarín y de sus periodistas-operadores más influyentes. Déficit cero, disminución de las cargas impositivas para las patronales, facultades extraordinarias para Cavallo, la estafa multimillonaria del “megacanje” que incrementó en un 63 % los vencimientos de la deuda y consolidó un endeudamiento que hacia fines de 2000 ascendía a los 180 mil millones de dólares. El “corralito” fue simplemente la chispa que precipitó un incendio anunciado.
En virtud de la complacencia e inoperancia de la CGT y tras el descrédito de los dirigentes sindicales cómplices del desfalco, la resistencia se canalizó, muy especialmente, mediante dos vías: el movimiento piquetero y la CTA, que habían enfrentado al menemato. Por primera vez, los desocupados se organizaban y creaban su propio movimiento. Frente a una rebelión que parecía incontenible, el 19 de diciembre de 2001, el gobierno decretaba un estado de sitio que lejos de apaciguar el conflicto, lo dinamizó. Esa misma noche, estalló una rebelión popular y miles de manifestantes se congregaron en la Plaza de Mayo pero fueron brutalmente reprimidos con un saldo de 35 muertos y una multitud de heridos y detenidos. Tras renunciar a la presidencia, este patético y fallido paladín de la transparencia y la institucionalidad democrática huyó en helicóptero de la Casa Rosada. Esta imagen indeleble para los argentinos representa el fracaso estrepitoso de las políticas neoliberales al cabo de una segunda oleada devastadora. Quienes aún hoy insisten en violentarse frente a un corte de calles, en discriminar a los piqueteros, en descalificar a los que (sobre)viven de un plan social, o en estigmatizar a los líderes sindicales, deberían tener muy presentes tanto aquella simbología del fracaso estrepitoso como las políticas que contribuyeron al saqueo de las mayorías y las condenaron a la marginalidad.
Para cualquier analista no desprevenido, al menos dos cuestiones debían quedar claras al cabo de la rebelión de 2001: que las recetas neoliberales ocasionan, irremediablemente, mayor pobreza, desocupación, desigualdad y marginalidad; y que la “estructura de medios” heredada de la dictadura y consolidada gracias a la concentración que promovió el gobierno de Menem, disponía de un “poder de fuego” peligrosísimo para el sistema democrático. El bombardeo incesante pergeñado por el más temible de los pulpos comunicacionales resultó decisivo para lograr el divorcio entre la sociedad y la política, es decir, entre la sociedad y el instrumento indispensable para transformar las condiciones que permitieron el desfalco. De todos modos, el hecho de que el pueblo haya vuelto a “ganar la calle” constituía, en sí mismo, una pesadilla para las corporaciones mediáticas y financieras. Piquetes, cortes de calles, asambleas barriales… La resistencia plebeya ocupaba el espacio público, exigía la renuncia de sus pretendidos y malogrados representantes y ensayaba algunos gestos de auto-organización. Era un paso tan necesario como inevitable, aunque insuficiente para articular ese descontento y transformarlo en proyecto político. Sin duda alguna, los gobiernos kirchneristas (con contradicciones, ambigüedades y retrocesos) constituyeron el ensayo más exitoso de conjugación entre las demandas populares y el andamiaje político capaz de hacerles justicia. Para resumirlo muy brevemente: sin la revuelta popular (constituyente) de 2001 no podríamos explicar el consiguiente período de reparación; pero sin la institucionalización de un programa político (constituido) a partir de 2003, las acuciantes demandas plebeyas se ahogarían en la impotencia y el resentimiento, un verdadero caldo de cultivo menos para prácticas emancipatorias que para experiencias fascistas.
(1) Tras la crisis de los Estados de Bienestar y la caída del sistema soviético, EEUU se proponía recuperar la rentabilidad de su economía y, junto con el FMI y el Banco Mundial, diseñaba políticas para AL y, muy especialmente, para los países que se hallaban en crisis como consecuencia de sus respectivas deudas externas. Los 10 puntos del Consenso consistían en la disciplina fiscal (reducción del déficit), el achicamiento y reorientación del gasto público, una reforma tributaria, la liberalización de las tasas de interés, del comercio, de la inversión extranjera y del tipo de cambio, la desregulación del mercado, las privatizaciones y la seguridad jurídica (para asegurar los derechos de propiedad).
(2) No está demás aclarar que, mientras ocupó el cargo de secretario Legal y Técnico de la Presidencia, su subsecretario fue Claudio Bonadío quien, designado como juez federal en 1993 a instancias de Menem, fue considerado el juez más famoso de la “servilleta de Corach”.
(3) https://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-8794-2002-08-12.html
(4) Según un informe del Foro Económico Mundial del mes de julio de 1999, la Argentina era el quinto país más corrupto del planeta.
Este artículo fue publicado originalmente en: VÉLIZ, CLAUDIO (2021). Lo que estalló en 2001. La Tecla Ñ, cuaderno 3. Grupo Editorial Sur, Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Claudio Véliz es sociólogo, docente e investigador (UBA-UNDAV), director general de cultura y extensión universitaria (UTN) /claudioveliz65@gmail.com