Por Francisco Santos.*
Para pensar el cine realizado durante la dictadura y las películas que posteriormente reflexionaron sobre dicho período, en primera instancia es necesario comprender una cuestión elemental: en Argentina es indispensable que el Estado se haga cargo de la industria cinematográfica. Hoy en día, y cada vez más, se expande la idea de que esto transformaría al arte y a la cultura en propaganda política. No es algo difícil de refutar: sin el apoyo estatal, casi ninguna cinematografía nacional sobreviviría (a excepción de las de Estados Unidos o la India, por ejemplo, los más grandes productores de cine a nivel mundial).
El cine en la dictadura
Durante la última dictadura cívico-militar, el INC (Instituto Nacional de Cine, actualmente INCAA), estuvo intervenido por el Capitán de Fragata Jorge Bitleston. Al igual que a muchos organismos del Estado, la dictadura no lo disolvió. Sino que llevó adelante una profunda tarea de disciplinamiento sobre la producción cinematográfica de nuestro país. De esta forma, el cine se vio altamente condicionado.
En primer lugar, los cineastas sufrieron la persecución y el secuestro. El “subversivo” que la dictadura perseguía no era únicamente el integrante armado de la guerrilla, sino todo aquel que se opusiera al régimen. El caso más emblemático en el campo cinematográfico seguramente sea el de Raymundo Gleyzer, militante de izquierda y fundador del Grupo Cine de la Base, quien hoy continúa desaparecido. Si bien algunos realizadores se quedaron en el país —con la decisión de no filmar durante este período debido a las amenazas— la mayoría tomó la decisión de exiliarse. Pino Solanas fue uno de ellos: el político y cineasta se marchó a Francia y no volvió a dirigir una película hasta después de la dictadura. Basta ver La hora de los hornos (documental codirigido con Octavio Getino) y la línea de pensamiento del Grupo de Cine de Liberación para comprender el compromiso social que había demostrado desde fines de los 60.
En este punto es fundamental referirnos a la mayor herramienta de disciplinamiento que recayó sobre el cine nacional: la censura, controlada por el Ente de Calificación Cinematográfica. Desde su creación en 1969 hasta su disolución en 1984, el Ente prohibió más de 700 películas. Revisaba los guiones y comprobaba que ningún integrante de los equipos técnicos y artísticos figurara en las “listas negras”. Además, cortaba escenas tanto de películas nacionales como extranjeras (incluso muchos estrenos internacionales no llegaron a la Argentina hasta 1983). Estaban prohibidas las “malas palabras”, las escenas de sexo, cualquier indicio de manifestación popular y aquellos relatos que exaltaran la rebeldía de los jóvenes (en ese momento la juventud era uno de los actores sociales más importantes, por lo que su representación no debía correrse del status quo).
Miguel Paulino Tato estaba a cargo del Ente desde el gobierno de Isabel Perón, y los militares, conformes con su trabajo, permitieron que mantuviera el puesto. Tato estaba obsesionado con su labor. En una entrevista que se encuentra con facilidad en Youtube se lo ve absolutamente entusiasmado frente a la posibilidad de conseguir el récord mundial de películas censuradas. Con el tiempo se volvió una figura reconocida, el rostro de la censura en nuestro país (en 1974 Sui Generis le dedicó la canción Las increíbles aventuras del Señor Tijeras, tal vez una síntesis de su popularidad).
Pero entonces, ¿qué películas se hicieron durante los años de dictadura? El INC había difundido un comunicado en el que brindaba su apoyo “a todas las películas (nacionales) que exalten los valores espirituales, morales, cristianos, e históricos o actuales de la nacionalidad, o que afirmen los conceptos de familia, de orden, de respeto, de trabajo, de esfuerzo fecundo y de responsabilidad social, buscando crear una actitud popular optimista para el futuro, evitando en todos los casos escenas o diálogos procaces”.
El cine no sólo tenía una mirada nacionalista y patriótica ligada al apoyo hacia las fuerzas armadas. Además, las películas adherían y representaban el cambio cultural impuesto por la dictadura. Algunas historias, por ejemplo, se centraban en enfrentamientos entre dos bandos, dos polaridades bien definidas como el bien y el mal o el orden contra la subversión. Siempre, la conclusión era que se debía exterminar al enemigo. En esta línea, Emilio Vieyra dirigió Comandos azules y Comandos azules en acción. Si bien nos referimos a comedias livianas y pasatistas, no dejaba de ser un cine propagandístico y cómplice.
El principal exponente de este cine fue Palito Ortega. Su productora, Chango Producciones, se fundó en 1976 y a lo largo de la dictadura realizó siete películas. En cada una sin excepción se ocupó de enaltecer la figura de los militares: hay escenas en las que la sociedad los ovaciona o los niños declaran que quieren ser militares cuando sean grandes. A modo de ejemplo, vale la pena detenerse en Dos locos en el aire: protagonizada por Carlitos Balá y por el mismo Ortega, el film elogia a la Fuerza Aérea, aquella que en ese momento arrojaba cientos de cuerpos al Río de la Plata.
El caso del director Sergio Renán resulta llamativo y por esa razón se vuelve relevante su mención. Aunque antes de la dictadura había dirigido La tregua (película por la que tuvo que exiliarse el actor Héctor Alterio), en 1979 realizó La fiesta de todos, lo que demuestra un quiebre ideológico enorme: alternando entre la ficción y el documental, la película celebra el mundial 78 como un acontecimiento que trajo felicidad y espíritu de unión a todo el pueblo argentino.
No sorprende que un régimen dictatorial se apropie del cine como una herramienta fundamental para la difusión de sus valores: en vez de destruirlo, lo utilizaron a su favor. Para los militares era importante generar discursos que le fueran funcionales, un cine que ayudara a que tuvieran una buena imagen frente a la sociedad. Así, durante este período se dio una tristísima paradoja: mientras algunos cineastas corrían riesgo de vida, para otros hacer cine fue un negocio redituable. Es importante tener en cuenta que estas películas fueron muy populares y atrajeron a muchísima gente. Si nos detenemos brevemente en este aspecto, podemos pensar al conjunto de la sociedad en su rol de espectadora: o no se daban cuenta lo que les estaban diciendo, o no les importaba o adherían a estas ideas. Sea cual sea el caso, más adelante ampliaremos sobre este punto, o por lo menos sembraremos más preguntas sobre el papel que tuvo la sociedad civil durante la dictadura.
Sin embargo, las películas mencionadas hasta ahora conforman una de las caras de la moneda: el cine nunca es uno solo y no todos los realizadores tuvieron la misma responsabilidad o connivencia con lo que estaba pasando. En definitiva, el arte siempre encuentra la manera de sortear los límites de la censura para dar otro mensaje, casi siempre a través de contenido metafórico o que debe leerse en entrelíneas. Fue sobre todo desde 1980 cuando muchos cineastas comenzaron a denunciar la situación: José Martínez Suárez realizó Los muchachos de antes no usaban arsénico, película que representa el enfrentamiento social de la época. Alejandro Doria (que posteriormente dirigiría la película argentina más popular, Esperando la carroza), en tiempos de dictadura realizó La isla y Los miedos, representando el terror y el encierro de aquellos años. Por su parte, Adolfo Aristarain realizó una suerte de trilogía que representa la desesperanza social y critica la persecución estatal y las diferencias de clase: La parte del león, Tiempo de revancha y Últimos días de la víctima no solo trascendieron por ser la contracara del discurso dominante, sino que, además, influenciaron enormemente a las películas que vendrían a partir del retorno de la democracia.

La dictadura en el cine
En 1983, concluido el gobierno de facto, el cine se convirtió en un territorio propicio para hacerse preguntas: ¿qué pasó?, ¿quiénes fueron los responsables?, ¿cómo se representa la violencia?, ¿qué heridas dejaron en la sociedad los años de la dictadura? En relación con esta última pregunta, veremos que la mayoría de las películas se centran en las consecuencias y en los efectos de lo sucedido y no tanto en el por qué.
Desde el retorno de la democracia hasta nuestros días, se hicieron muchísimas películas muy diferentes que pensaron la dictadura. Tratándose de relatos y búsquedas estéticas tan diversas, se vuelve imposible abarcarlo todo. Lo que está claro es que no se construye una memoria sobre lo que pasó, sino muchas: cada película ofrece una mirada, una voz y un ejercicio de memoria diferentes.
En los primeros años de democracia, las películas se ocuparon de concientizar y denunciar lo sucedido, subrayando desde el relato y el tratamiento formal un carácter testimonial. Muchas relataban la contraposición entre el mundo cotidiano y el mundo oculto de la violencia. Aunque estas películas no convocaron a un público masivo, dos títulos fueron muy importantes en la década de los 80 y hoy en día siguen aportando reflexiones valiosas: La noche de los lápices (dirigida por Héctor Olivera en 1986) narra el secuestro y la tortura a un grupo de estudiantes. Se trata de una de las representaciones más importantes de la violencia de aquellos años, por lo que la película retoma una de las preguntas expuestas previamente: ¿cómo se da cuenta del horror a través del arte? Si muchas películas transcurren dentro de los centros clandestinos de detención o narran historias de familias que sufren la persecución en primera persona, pocas se ocupan de contar “el afuera”. Es el caso de La historia oficial (dirigida por Luis Puenzo en 1985): en pocas palabras, trata sobre una mujer que descubre que la hija que adoptó con su marido es una bebé apropiada. La película representa una clase media desentendida e ignorante. Personalmente, considero que esta película rodea la pregunta sobre el por qué hubo una dictadura: Puenzo nos está diciendo que fue posible por una parte de la sociedad que colaboró directamente o, cuanto menos, tuvo una indiferencia cómplice.
Para seguir analizando el cine que representó la dictadura, es posible dividirlo en dos generaciones con dos miradas notablemente diferentes: por un lado, la generación de los que vivieron la persecución, el exilio y la censura. En segundo lugar, la generación de los hijos (que ganó protagonismo a finales de los 90). Para eso, pensaremos con más detenimiento algunos aspectos de la película de ficción Sur (dirigida por Pino Solanas en 1988) y el documental Los rubios (dirigido por Albertina Carri en el año 2002).
Sur narra la historia de Floreal, un hombre que es liberado después de años de encierro debido a sus actividades sindicales. Una noche, vuelve al barrio de Barracas y deambula por las calles, inseguro de volver a su casa y de reencontrarse con su esposa y su hijo. En la caminata repasa su pasado, por lo que el relato se construye a partir de los flashbacks que va conduciendo su memoria. Pero hay una particularidad: estos flashbacks no sólo están realizados en la forma clásica que conocemos (escenas que nos conducen directamente a sucesos de un tiempo pretérito), sino que en muchas ocasiones ese pasado aparece y se visualiza frente a los ojos de Floreal. Así, la vereda y el empedrado de la calle se vuelven el suelo ideal para escenificar momentos de la vida del protagonista y de la sociedad, una puesta en escena que puede remitir a cierta teatralidad. Esta es una decisión formal sobre el tratamiento del tiempo, pero sintetiza lo que Solanas nos quiere decir: el pasado inevitablemente forma parte del presente. O, llegando aún más lejos, el pasado y el presente pueden pensarse como un tiempo entrelazado.
Otro personaje constituye el posicionamiento moral de la película: el Negro es un amigo de Floreal que lo acompaña durante la noche de su regreso. Pero el Negro está muerto: su presencia es la encarnación de un recuerdo, la memoria hecha cuerpo. Cuando aparece, lo primero que dice es: “¡Soy el Negro! ¡Sí, el reaparecido, para que no me olviden! ¡El muerto!”. Al final de la película, su voz se dirige directamente a los espectadores: “Y así nos despedimos esa noche. Él volvía a la vida y yo a la muerte. Desde entonces, sigo siendo una ausencia, un recuerdo, condenado a ser la memoria de ustedes”. A través del Negro, la película nos dice que los muertos de nuestra historia deben vivir en nuestro recuerdo, nuestros relatos y nuestro accionar individual y colectivo. En definitiva, en nosotros. Los muertos representan la memoria colectiva: a partir de ellos se escribe y se construye la memoria. Pero hay un punto más importante: el Negro no sólo acompaña a Floreal en su caminata nostálgica. Al final, lo ayuda a vencer los miedos y le devuelve la esperanza para volver a casa. En 1988, sembrar esperanza a través de una víctima fatal de la dictadura es un enorme gesto político.
Con los años, comienza a tomar relevancia el punto de vista de los hijos de la generación diezmada. Tratándose de vidas signadas por ausencias trágicas y heridas latentes, sus películas reflexionan sobre la construcción de la propia identidad. En Los rubios, Albertina Carri narra su historia personal, centrándose en la desaparición y asesinato de sus padres. La memoria familiar se construye con relatos ajenos y contradictorios, con olvidos, con fantasías y ficcionalización. En cuanto a este último punto, la característica más provocativa es que la actriz Analía Couceyro hace de Albertina Carri (Martín Kohan sostiene que se trata de un desdoblamiento, ya que no aparece “en lugar de” sino que la duplica).
A la hora de transformar la ausencia en imagen, la directora se hace cargo de los límites de representación: en Los rubios queda claro que es imposible reconstruir la totalidad de su pasado y de su recuerdo. La película se construye a partir de la falta, algo que se ve claramente en el tratamiento que hace de sus padres. En una entrevista (1), Carri declaró:
Decidí eludir todo aquello que dejara una imagen concreta de mis padres. No quería generar la ilusión de que a través de la película era posible conocer a Roberto y Ana María. Lo que yo planteo es precisamente que no los vamos a conocer, que no hay reconstrucción posible. Son inaprensibles porque no están. Entonces no se trata de hacerlos presentes, que es lo que suele suceder. A los ausentes los dejo ausentes.
A diferencia de lo analizado previamente con respecto a Sur, en Los rubios la figura del desaparecido se vuelve irrepresentable y hay autoconsciencia de que la corporalidad debe ser otra: la de la nueva generación. El proceso de realización forma parte de la película, conformando el aspecto más performático del documental. Hay muchas escenas, por ejemplo, en las que se ve a Albertina Carri dando indicaciones al equipo técnico y a la actriz. Pero hay un momento en particular que vale la pena analizar: el equipo está reunido mientras lee el comunicado del INCAA, que les notifica que no financiará el proyecto. Desde el organismo cuestionan la ficcionalización y exigen un tratamiento del material más tradicional, con testimonios de sobrevivientes y allegados a los padres de Albertina. El equipo sostiene que la película a la que el INCAA hace referencia la debe hacer otro. Finalmente, toman posición como generación: ellos tienen otra historia que contar, otra forma de trabajar y, en conclusión, otra película que hacer.

Cines nuevos, memorias nuevas
El cine nacional convoca los años de dictadura, ya sea directamente o como una omnipresencia. No tiene que ver con quedarse en el pasado: la dictadura es una herida abierta y la insistencia de repensarla da cuenta del impacto que tuvo en nuestra sociedad. Sin embargo, es un compromiso que debe reiniciar y reinventar cada generación. La memoria se transforma y los sujetos que narran nuestras historias pasan a ser otros, por lo que los relatos inevitablemente cambian.
Debemos pensarnos como nueva generación (de realizadores y espectadores) y preguntarnos cómo queremos pensar la dictadura en nuestra actualidad. Qué historias queremos contar y que nos cuenten. Sobre todo -como el ejercicio de memoria siempre está vinculado al momento en el que se hace memoria- esos relatos deben hacer frente al presente tan hostil, violento y oscuro que estamos viviendo.
Portada: Sur (1988)
(1) Disponible en: https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/las12/13-3254-2007-03-23.html
*Francisco Santos estudió en la Universidad Nacional de las Artes (UNA). Es Licenciado en Artes Audiovisuales con especialización en Realización.