Por Ana Clara Isi.*
Nosotros, hijos de una derrota,
que lo vayan sabiendo los perversos,
los idiotas,
con la dulce señal del optimismo
seguiremos sembrando en primavera.
Alejandro Alonso
El 9 de agosto de 2015 terminé el recuento de la mesa 208 con un nudo en la garganta. Mandé fotos de las actas de escrutinio a mi viejo, a los compañeros con los que compartía escuela, a los que sabía fiscalizando en otros distritos. Necesitaba el consuelo de algún resultado contrario, pero no llegó. Sonrientes fiscales del macrismo se pavoneaban victoriosos por los pasillos del Colegio San Patricio por los que nosotros, todavía perplejos, apenas podíamos caminar. Yo esperaba sentada en el patio el cierre del resto de las mesas. Ya llevaba, a esas horas de la tarde, la derrota estampada en los ojos. Uno de los tipos más viejos de la agrupación con la que estaba colaborando se me acercó enojado: “Limpiate la cara, que no te vean llorar”. Después, con un poco más de ternura, agregó que era solamente una elección; que “nosotros, como peronistas, sobrevivimos cosas mucho peores”. Y, por supuesto, tenía razón, pero a mí nunca me había tocado perder.
Nací en diciembre de 1995. Crecí en una casa en la que se me enseñó, antes que cualquier otra cosa, que la mesa y el techo se comparten sin hacer preguntas; que el pan, como todo, se reparte en tantos pedazos como bocas haya; que lo primero -siempre- es la empatía. Los 90 me parieron al calor de las banderas que mis viejos, entre tantos, hacían fuerza por sostener contra el avance del individualismo. Kapanga y La Bersuit fueron la banda de sonido de esa época, en la que “justicialismo” era sinónimo de entrega y privatización; “futuro”, de incertidumbre.
Pero nuestra suerte fue otra. Tuvimos la inmensa fortuna de vivir el proceso de recuperación del movimiento y, con él, de la confianza en la política como herramienta de transformación social. El peronismo no fue nunca, para nosotros, una mala palabra, sino una puerta abierta; la invitación a volcarnos a las calles, a recorrer los barrios, a ocupar los centros de estudiantes, a hacer preguntas y dar opiniones, a levantar la voz.
Fuimos testigos de la anulación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, de la reparación histórica a la memoria de nuestros desaparecidos. Vimos morir a Videla en cárcel común. No nos contaron del desendeudamiento, del no al ALCA, del abrazo hermano de nuestra patria grande, de la restitución de las AFJP, de Aerolíneas Argentinas, de Ferrocarriles, de YPF, del correo. Celebramos la conquista de derechos elementales como la Asignación Universal por Hijo, la jubilación para las amas de casa hasta entonces excluidas del reconocimiento del Estado, el matrimonio igualitario, la identidad de género, la educación sexual integral, el voto joven. Accedimos a universidades nacionales públicas y gratuitas, al Progresar, al Conectar Igualdad. Vivimos la repatriación de nuestros científicos, la apuesta al desarrollo tecnológico y la industria nacional. No solo vimos apuntalar un país en ruinas, renacerlo desde el subsuelo infernal en el que estaba… Hijos de la recuperación de la democracia participativa, de la apuesta colectiva y solidaria, somos la generación que volvió a enamorarse perdidamente de un proyecto político.
Por eso el dolor, las lágrimas, el enojo, la terrible sensación de desamparo de aquel 9 de diciembre en el que nuestra plaza dejó de ser fiesta popular. Por eso la sorpresa, la decepción frente a la victoria de la antipolítica, de la meritocracia, del negacionismo, del odio.
Pero nuestra suerte fue otra. Tuvimos la inmensa fortuna de vivir el proceso de recuperación del movimiento y, con él, de la confianza en la política como herramienta de transformación social. El peronismo no fue nunca, para nosotros, una mala palabra, sino una puerta abierta; la invitación a volcarnos a las calles, a recorrer los barrios, a ocupar los centros de estudiantes, a hacer preguntas y dar opiniones, a levantar la voz.
Diciembre
Busco información. Quiero saber. Quiero leer. Necesito absorber todo lo que encuentre. Doy con una crónica de Cristian Alarcón, publicada en Revista Anfibia:
Esto es la rebelión: la ciudad encendida, hecha un fuego por los que han sido expulsados de la plaza, del trabajo, del almuerzo y la cena, de la educación, del disfrute, de la vida digna. Pues ellos se rebelaron. Lo hicieron sin conducciones, por el fervor de ocupar la calle y dar combate con rudeza.
Entonces, de a miles, por todo el centro de la ciudad, estallaron con una bravura olvidada.
Repito la lectura de la última oración y me pierdo ahí, en esa bravura que brota, furiosa, cuando la memoria se transforma en herida abierta. Es otro diciembre, 2017. La manifestación popular en repudio a la reforma previsional que impulsa el gobierno de Mauricio Macri estalla frente al Congreso Nacional. Me cuesta entenderlo. Me quedo quieta, paralizada en la esquina de Solís e Hipólito Yrigoyen. Veo los cuerpos avanzar contra el cordón policial, el humo, las piedras, los golpes, los gritos. Estoy como aturdida. No puedo moverme. Empiezo a llorar. El amigo con el que fui, casi 10 años más grande, busca baldosas flojas en el piso. Las rompe en varios pedazos y apunta más allá de los escudos. Ve que el cordón avanza, en un movimiento rápido, y se aleja. Yo sigo absorta. Viene a buscarme, grita cosas que no escucho. Me empuja hacia atrás, me arrastra hasta alejarme del quilombo. Recién cuando me mira a los ojos entiende la sensación que me petrifica el cuerpo: es la primera vez que veo la represión en primer plano.
Sigo. Vuelvo a la lectura. Sebastián Cavaro escribe:
Buenos Aires. 20/12/2001. Estallido es la ciudad. El grito sagrado es la ciudad. Territorio quemado es la ciudad. Adrenalina y miedo es la ciudad. Estado de sitio es la ciudad. Territorio en disputa es la ciudad. Bandera argentina es la ciudad. La mano visible del mercado es la ciudad. Parapoliciales es la ciudad. Asesinos uniformados es la ciudad. Los muertos es la ciudad.
Avanzo, oscilando entre el relato y mi memoria:
Entre la épica y el miedo nos juntamos con desconocidos en una esquina a cantar: Que se vayan todos. Que no quede ni uno solo. Nos miramos, nos reconocemos, son instantes.
19 de noviembre de 2023. El canto se hace lugar en el búnker de La Libertad Avanza. Una nueva juventud se apropia del “que se vayan todos” y a nosotros, herederos de aquel diciembre trágico, algo se nos revuelve dentro.
Los que no se fueron
18 de julio de 2001. La ministra de Trabajo, Empleo y Formación de Recursos Humanos de la Nación, Patricia Bullrich, justifica el recorte del 30% a los jubilados -con un gesto de pesar muy mal logrado- por la pantalla de TN. La voz de Néstor Kirchner, entonces gobernador de la provincia de Santa Cruz, la cruza al aire: “Pero ¿cuál es la audacia? ¿Débiles con los poderosos y fuertes con los débiles?”. Dos décadas después -y una sanguinaria gestión como ministra de Seguridad (2015-2019) mediante- la abanderada de la represión es una de las figuritas repetidas que integra el gabinete de Javier Milei. Bajo su mando, se llevó adelante el día de ayer uno de los mayores operativos policiales que se hayan visto de cara a la manifestación que conmemora, todos los años, las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001 y que, en esta ocasión, tuvo, además, la consigna de repudio a un nuevo recorte del Estado: denuncias falsas, amenazas por altoparlante y un despliegue exorbitante de fuerzas de seguridad en las calles e irrumpiendo en el transporte público.
Domingo Cavallo -principal responsable de la estatización de la deuda privada durante la última dictadura y padre de la convertibilidad que hizo estallar a la Argentina en 2001- tampoco tuvo vergüenza alguna en pasearse por los medios nacionales para brindar su apoyo al nuevo presidente electo y sumarse a dar recetas para “el cambio que el país necesita”. Cambio que no es otra cosa que un retorno. Un Menem a la presidencia de la Cámara de Diputados: el sello de la veneración al saqueo de esta gestión, que poco tiene de nueva.
Los ecos de la gran derrota del Estado de Bienestar, que implicó la masacre de toda una generación durante los 70, se escuchan como trasfondo de cada nueva embestida neoliberal. La ley, el orden, el fin de los incidentes, el triunfo de “los argentinos de bien” son los pilares discursivos que sostienen hoy, de nuevo, la violencia de los poderosos de siempre. Esta es la impotencia. Este es el dolor: la desmemoria. Este es, también, el motor.
Sentarme a revisar el 19 y 20 de diciembre del 2001, tener que pensar qué y cómo escribir -en las primeras semanas de un gobierno que reivindica a los responsables de aquella catástrofe y anuncia nuevamente desempleo, pobreza y represión- deriva en la necesidad imperiosa de alimentar una esperanza, por mínima que sea.
Contra todo pronóstico posible, el título que elegí para este artículo no es, ni pretende ser, la expresión derrotista de una resignación al fracaso. No se trata del anuncio de un destino ineludible, sino del reconocimiento de un origen innegable.
Mi generación, esa que nació con la crisis, pero debe reponerla desde testimonios ajenos porque no tiene forma de recordarla en primera persona, está experimentando en carne propia sus primeros fracasos políticos. Sin embargo, así como duelen el retorno del liberalismo, la amenaza del vaciamiento del Estado y el despojo de los derechos del pueblo; así como duele vernos cambiar futuro por pasado, quiero creer que es posible encontrar, también en esa visión retrospectiva, un consuelo.
Los versos citados como epígrafe son parte de un poema de Alejandro Alonso, militante del Frente de Lisiados Peronistas de Montoneros, sobreviviente del Terrorismo de Estado. No los busqué para la ocasión. Al contrario, hace semanas me sorprendo repitiéndolos inconscientemente, casi como un mantra. Quizás sea el imperativo de recordarme, como me señaló aquel compañero en 2015, que pasamos cosas mucho peores.
Si después del genocidio pudimos recuperar la primavera; si después del hambre logramos renacer un país arrasado; volveremos, más temprano que tarde, a ser felices. Nuestra revancha es mantener el optimismo, continuar sembrando. Porque los pueblos deprimidos no vencen y nada grande se puede hacer con la tristeza -como ya lo decía Jauretche- pero, además, porque tenemos la responsabilidad histórica de reparar una memoria quebrada, y solo convenciéndonos de que otra victoria nos espera tendrá sentido salir a poner el cuerpo cuando otro diciembre comience a arder.
Las dos crónicas citadas son:
-“La batalla de Plaza de Mayo”, escrita por Cristian Alarcón, disponible en:
https://www.revistaanfibia.com/la-batalla-de-plaza-de-mayo/
-“20 de diciembre de 2001: crónica de un día que lo cambió todo”, escrita por Sebastián Cavaro, disponible en: https://www.agenciapacourondo.com.ar/dossier/20-de-diciembre-de-2001-cronica-de-un-dia-que-lo-cambio-todo
*Ana Clara Isi es docente e integrante del consejo editor de La tela