La nueva pregunta por la técnica  

La nueva pregunta por la técnica  

El humanismo en el siglo XXI 

Capítulo 1 

¿Qué es la técnica? 

Tékne, técne o téchne es un concepto que, en griego antiguo, se vincula con la idea de “producción material” en tanto acción eficaz, distinguiéndose de la praxis aristotélica pensada como la acción propiamente dicha. Por aquellos tiempos, los griegos diferenciaban episteme de tékne: si la primera pertenecía al ámbito de la razón, la segunda, al del entendimiento, el conocimiento o la intelección. Mediante la tékne era posible transformar lo natural en artificial, convertir la naturaleza en artefacto, cultura, arte. Poco después, la distinción entre ambas se profundizó ya que solo la episteme fue considerada un conocimiento superior capaz de ocuparse del “por qué”, mientras que la segunda se limitaba al procedimiento, es decir, al “como” (método). El pensamiento moderno retuvo esta idea procedimental, aunque le otorgó una nueva jerarquía. Así, la técnica se asoció con la habilidad, la destreza, el arte, el saber hacer, el dominio de una disciplina, la experticia, la calificación, etc. Se designó, así, como técnico a quien dominaba una técnica, a alguien calificado, hábil, experto para realizar determinada tarea. De este modo, se reconocía que toda técnica demandaba una práctica, un ejercicio continuo, un entrenamiento que combina destreza, producción e imaginación. Por consiguiente, cualquier disciplina requería de adecuados conocimientos técnicos para su práctica, y de un universo conceptual (un verdadero diccionario de “términos técnicos”) muy específico y permanentemente enriquecido en virtud de los nuevos desarrollos disciplinarios. Ninguna actividad (científica, artística, social, cultural, educativa, artesanal, manual, etc.) podía prescindir de un conjunto de técnicas para su puesta en práctica ni de profesionales técnicos capacitados para instrumentarlas.

Si nuestra especie no se hubiese apropiado de dichos recursos, herramientas y artefactos, hasta constituir una verdadera simbiosis con el organismo biológico, con la finalidad de crear cultura, construir vínculos y producir mundo, difícilmente hubiésemos podido sobrevivir en virtud de nuestra congénita inadaptación.

Hasta aquí, si se tratara de cuestiones meramente semánticas, no existirían razones para alarmarnos por las derivas de la técnica y sus múltiples experimentaciones productivas. Por otra parte –permítasenos, provisoriamente, el desvarío hipotético organicista-conductista–, si nuestra especie no se hubiese apropiado de dichos recursos, herramientas y artefactos, hasta constituir una verdadera simbiosis con el organismo biológico, con la finalidad de crear cultura, construir vínculos y producir mundo, difícilmente hubiésemos podido sobrevivir en virtud de nuestra congénita inadaptación. Incluso, podríamos pensar como inapropiada una tajante dicotomía técnica-mundo orgánico, ya que sería muy difícil imaginarlos como entidades separadas. No necesitamos recurrir a la infinidad de prácticas y saberes aprendidos por los humanos en su rodaje civilizatorio, para ponderar la diversidad de técnicas (destrezas, habilidades) desarrolladas por ciertas especies para protegerse, alimentarse o abrigarse. Sin enredarnos en un antropomorfismo absurdo, podríamos afirmar lo que sigue: si la técnica les sirve a ciertos animales para resolver una necesidad inmediata, una dificultad circunstancial; en el caso de los humanos, es lo que les permite reformular dicha circunstancia, controlar el azar, reducir el esfuerzo necesario para sortear una dificultad. Lejos de intentar “adaptarse” a su medio, los humanos no se contentan con lo que el medio/mundo es y, por lo tanto, intentan modificar dicho determinismo de la naturaleza circundante, invertir el proceso biológico.  

Parafraseando al filósofo y filólogo alemán Hans Blumenberg, si bien existe una naturaleza hostil a la técnica que la profana, también existe una naturaleza que exige de máquinas y herramientas que controlen a los humanos y regulen sus consumos y disfrute. Si la capacidad de nuestra especie es finita en virtud de sus limitaciones biológicas y cognitivas, la técnica amplía esta potencia hasta límites impredecibles llegando a convertir dicha limitación en un obstáculo a ser superado. 

Al igual que la ciencia, la técnica no es neutral ya que no puede escindir sus prácticas de los sesgos, las miradas, los intereses y las decisiones que las orientan en determinados sentidos y no en otros.

Hasta aquí, hemos abusado de ciertos planteos organicistas (aunque con algunos reparos) quizá llevados por los enfoques antropológicos y/o universalizantes que se han ocupado de abordar la cuestión del vínculo (transhistórico) entre técnica y humanidad. Pero los humanos, además de organismos biológicos, somos seres históricos (en todo caso, lo histórico se asienta sobre el organismo, lo presupone) producidos por un modo determinado de organización social. Este ordenamiento constituye a los sujetos, orienta sus comportamientos, determina sus formaciones conscientes. Analizar las conductas humanas a partir de una mera interacción organismo-medio solo contribuiría a obturar la historia, a ocultar los procesos mediante los cuales se articulan las relaciones sociales, las disimetrías, las expropiaciones, las opresiones, los dispositivos ideológicos que las reproducen. Lo que ocurre –digámoslo de un modo contundente– es que, al igual que la ciencia, la técnica no es neutral ya que no puede escindir sus prácticas de los sesgos, las miradas, los intereses y las decisiones que las orientan en determinados sentidos y no en otros. Por consiguiente, solo a partir de un ejercicio crítico y de una mirada más atenta, compleja e informada, podemos problematizar (superar el bloqueo epistemológico) una situación dada y asumida, hasta entonces, como no-problemática. El problema y la pregunta recién surgen cuando advertimos que el vértigo cientificista, progresista y evolucionista del mundo occidental, en tiempos modernos, acabó por transformar la imaginación en mecánica repetición, la habilidad en mero procedimiento, la destreza en producción seriada, el arte en industria cultural, la experiencia en inventario; cuando comprendemos que el medio-instrumento devino un fin en sí mismo, y la racionalidad instrumental, en la única modalidad posible del ejercicio racional. Lejos de auxiliar, facilitar y animar las prácticas y los saberes humanos, la técnica (en el marco de un orden capitalista-industrial-productivo) culminó subsumiendo la irreductible diversidad de percepciones, afectos, deseos y sensibilidades en un tablero de controles, en una planilla de cálculo, en un organigrama de registro y clasificación. 

Ninguna técnica es, en sí misma, la confiscación de lo viviente-singular, ni tampoco la garantía de una imaginación creativa.

Aunque el gran filósofo de Friburgo prefiera utilizar una conceptualidad menos ligada a la organización económico-social, la interrogación heideggeriana por la técnica también surge a partir de un riguroso análisis histórico-filosófico que le permite apreciar la moderna utilización meramente pragmática de los entes, la desublimación de la naturaleza, el olvido del Ser. Las luces de la razón, en su pretendida omnipotencia imperialista y predatoria, procuraron conquistar todos los ámbitos de lo humano (y también de lo no-humano); la organización burocrática nos condenó a vivir en la “jaula de hierro” de una vida desencantada (Max Weber); la razón tecnológica de un “mundo administrado” (Theodor Adorno) diluyó por completo la singularidad de lo vivo, la cualidad de lo diferente, el aura de lo irrepetible (Walter Benjamin) hasta convertirlo en un dominio de lo calculable, lo cuantificable, lo homogéneo, lo intercambiable, lo equivalente. Así, la ilustración devino mito y las relaciones humanas, un laberinto kafkiano del sinsentido, la distopía del “mundo feliz”.  

Ninguna técnica es, en sí misma, la confiscación de lo viviente-singular, ni tampoco la garantía de una imaginación creativa. Su devenir terrenal, su modalidad imperante depende de muchos factores (históricos, sociales, culturales), aunque las formas de organización productiva y/o financiera vienen jugando un papel determinante al respecto. Lo distintivo de nuestra era digital ya no alude, simplemente, al triunfo de una inteligencia deshumanizada, instrumental y abstracta por sobre la vida viva, pulsional, deseante, encantada, erotizada (una de las más grandes preocupaciones de los siglos XIX y XX), sino también (y especialmente), al imperio de la absoluta artificialidad, al paraíso de la tecnocracia, a una mutación del homo sapiens en homo cyborg que nos obliga a repensar la idea misma de humanidad

Claudio Véliz es sociólogo, investigador, docente, director general de cultura y extensión universitaria (Rectorado-UTN), director de La tela de la araña 

,