El recuerdo de Malvinas no había comenzado siquiera a disiparse en el delirio alucinado de los soldados que viajaban en tren rumbo al sur. Poco y nada sabían sobre su destino y, muchísimo menos, sobre las noches y las nieblas que los aguardaban en aquellas geografías heladas. El narrador de esta crónica desgarradora tampoco parece adivinarlo.
La calurosa noche del 28 de febrero de 1983 lo encontró en medio de la vorágine y la controlada tensión de ser uno más de los tantos que no comprendían todavía lo que les estaba pasando. Todos estaban en permanente silencio y respondían a las órdenes que les daban como una manada uniforme.
La primera noche allí, en un Regimiento de La Plata, nadie les había dicho todavía el destino final. Despertados de golpe en medio de la madrugada, sobresaltados por la detonación de voces militares, desconcertados, sin saber qué diablos pasaba a esa hora de la noche, cuando parecía que iban a descansar, a relajarse de las terribles últimas horas, saltando de camas altísimas, saliendo al descampado; todo en su conjunto era un golpe brutal, una sucesión de gritos y de insultos de parte de un suboficial, tratándolos de maricas, disfrutando de sus amenazas como un verdadero imbécil, pero había algo más que lo abatía: el silencio cómplice y las sonrisas solapadas que sentía a su alrededor y que, repetidas luego por muchos soldados, le harían sentir repugnancia.
El viaje en tren fue interminable y en silencio. Miraba las caras angustiadas de los que no podían conciliar el sueño. Sólo se oía el ruido del paso del tren, viejo y sucio, a través del campo.
Poco después de dejar atrás la ciudad de Azul, uno de los muchachos se arrojó por la ventanilla del tren. Al rato, les repartieron unas bolsas con comida podrida, poco se podía aprovechar de eso, pero algunos comían lo que otros desechaban. Afuera, las sombras de los árboles y los postes pasaban raudamente. Él intuía las estrellas detrás de los vidrios, sobre los alambrados discontinuos. Al cabo de treinta horas de viaje arribaron a Zapala.
Nunca olvidaría el olor del aire de esa oscura noche, una vez que ingresaron a la Guarnición Militar, subidos a los pequeños camiones. Sentía un aire frío y con olor a campo que parecía impregnarlo todo, algo que no podía definir con claridad y que luego reconocería en la vegetación escasa de los montes, en el pasto reseco entre las piedras, en los arbustos espinosos de la desolada tundra que se extendía a lo lejos.
Los primeros días fueron una repetición de amargura y desesperación a solas, la sensación de que lo peor que podía pasar era eso, lo que le había ocurrido desde que se presentó en el Distrito. Todo había sucedido muy rápido y no terminaba de acomodarse al hecho de estar allí, en algún lugar del sur, lejos de todo.
No tener momentos de sosiego lo ayudaba a soportar la lejanía de lo amado; recordar solía abatirlo, ya que era inevitable por momentos contrastar el presente con su vida en Buenos Aires
Se pasaban el día ensayando desfile, en complicadas prácticas consistentes en alzar el fusil y colgárselo al hombro cientos de veces, o en necesarias actividades como juntar las hojas que caían de los árboles. Las órdenes eran severas y a veces se apoyaban con golpes de puños y patadas. La voz de mando insistía con hacerlos tirar al piso y arrastrarse; enseguida todo un batallón debía correr alrededor de algún superior y empujarse y pisarse. El más débil llevaba las de perder y había que humillarlo por flojo, el que era lento recibía una trompada del suboficial a cargo o de un soldado con la orden de hacerlo.
La noche que presentían que podía venir pesada eran muy pocos los que se animaban a probar la cena. Cuando se sentaban con la comida servida, oían la voz:
–¿Qué pasa que no comen los soldados? – El suboficial se sonreía.
Era un hijo de puta y gozaba por anticipado.
Al volver a la Batería debían arroparse y cargar una pesada mochila en sus hombros. Se paraban a los pies de las camas y comenzaban a realizar los ridículos ejercicios en que consistía el baile.
Esto duraba por espacio de tres horas, al cabo de las cuales algunos soldados caían desmayados o se arrastraban hasta el baño donde vomitaban lo poco
que habían comido. Un superior se paseaba gritándoles y pegándoles con un palo a los más perezosos y débiles. Así se iban a dormir aquellos días, sudados y agotados. Las noches en Zapala eran cada vez más frías.
Con el mes de mayo las nevadas se hicieron más frecuentes. Mientras la nieve caía y cubría el paisaje de blanco, el frío era soportable. Apenas si se distinguía a lo lejos, sobre la ladera de uno de los cerros, el cementerio de Zapala. Ese día hizo guardia durante la tarde al pie de la bomba de agua. Por la noche lo rotaron hacia el barrio de oficiales, donde estuvo apostado bajo la nieve durante cuatro horas. A las dos de la mañana parecía de día, todo era una cortina gris, blancuzca, de la que a veces sobresalía una enorme sombra que lo sobresaltaba. Alguna vaca, escuálida y de andar penoso, buscaba refugio.
Él notaba cómo de a poco el sueño le cerraba los ojos. Trataba de no quedarse quieto para no congelarse y pensaba en lo que le habían contado, de las veces que en medio de la noche se oía un disparo.
Al llegar el relevo, encontraban al soldado escondido y jurando que algo se le había aparecido y que por eso había tirado. En otras ocasiones el final era más triste, encontraban al soldado tirado en un charco de sangre.
Una noche se oyó la risa de un soldado. Ya se habían acostado cuando esto quebró la calma. El oficial a cargo esa semana los hizo levantar de la cama. Afuera había algo de nieve y el frío era muy intenso. Los hizo salir al descampado, descalzos y en calzoncillos, a correr por el monte. Él sentía las piedras y el frío clavarse en sus rodillas. La puta madre que lo parió, decía. Y miraba un mar de soldados dominados por la voz del teniente. Este se había parado sobre un tanque y juraba hacerlos parir, destruirlos.
Las peores heladas eran a la mañana, luego de la nieve de la noche anterior, con el cielo despejado y el tenue sol cayendo sobre la capa de hielo formada en el suelo resbaladizo. El día que se enteró de su licencia había estado de guardia, vigilando a un soldado preso. Se hablaban a través de la puerta del calabozo. El soldado yacía sobre el piso mojado, desabrigado y a oscuras. Apenas si cabía allí su cuerpo tendido. Si lo encontraban hablando con el preso, sería castigado. Ya había sido advertido por un sargento.
–No le dije soldado que no puede hablar– bramó el sargento, y empezó a pegarle trompadas en el casco. Él levantó el fusil y le apoyó la bayoneta en la garganta.
Se sentó en un banco en la plaza, frente a la estación de trenes de Constitución, casi al mediodía. Miró el cielo azul y sin una nube, el aire demasiado templado para ser invierno. Sentía las cosas como en un letargo de absoluta tristeza, sin pensar en ellas, sólo dejándose estar allí, entre algunos árboles y con el hermoso día de julio sobre su humanidad empecinada en una calma temblorosa, como si toda la ciudad se hubiese paralizado, y él, en el llanto que le nacía, no se diera cuenta del todo que su licencia había terminado, sin tomar conciencia que debía pararse, cruzar la plaza y, sin despedidas, tomar el tren y partir rumbo a Zapala.
1993
Fernando Santos es escritor e integrante del consejo asesor externo de La tela.