Una literatura que (nos) salva
Por Ana Clara Isi
El 9 de junio de 1956, los generales del Ejército Juan José Valle y Raúl Tanco lideran un levantamiento armado con el objetivo de restituir a Juan Domingo Perón como presidente constitucional de la Argentina. La dictadura de Pedro Eugenio Aramburu responde con una masacre. Valle es fusilado públicamente. La sangre derramada baña, también, Lanús y José León Suárez.
Meses más tarde, en un café de La Plata, alguien afirma: “hay un fusilado que vive”. Frente a él, un escritor apasionado por la literatura fantástica levanta la cabeza del tablero de ajedrez.
La conciencia del intelectual, el despertar del militante revolucionario
El campo del intelectual es por definición la conciencia. Un intelectual que no comprende lo que pasa en su tiempo y en su país es una contradicción andante y el que comprendiendo no actúa tendrá un lugar en la antología del llanto pero no en la historia viva de su tierra.
Rodolfo Walsh, programa de la CGT de los Argentinos, 1° de mayo de 1968
El rol social de los intelectuales y la tensión entre literatura y política han sido objeto de incansables debates dentro del campo nacional y latinoamericano. La revolución cubana implicó, sin lugar a duda, un cambio radical de paradigma. La figura del “hombre de letras” fue desacralizada e instigada, en un mismo movimiento, a tomar partido en una disyuntiva inapelable: comprometerse con las causas populares de un territorio en furiosa efervescencia revolucionaria o mantenerse ajena a ellas, en la ilusión de una literatura desafectada de la coyuntura en la que se inscribe, cuando no decididamente funcional al poder represivo imperante. Así, tanto la realidad del continente como la nacional constituyeron un marco ineludible para un notable caudal de escritores y escritoras que acabaron volcándose por completo a la tarea de desnudar los mecanismos de poder del terror.
En la Argentina, la influencia cubana en el debate de los intelectuales actuó sobre un terreno ya abonado por diversas discusiones en cuanto a su relación con la política, que se profundizaron notablemente a partir del golpe de 1955. El proceso de radicalización y resistencia obrera, juvenil e intelectual que despertó la represión dictatorial en nuestro país confluyó con el hito revolucionario que erigió a la isla -en el 59- como principal enemiga del imperio capitalista y máximo ejemplo de lo imposible posible; la revolución socialista armada se despojó de su carácter utópico para alzarse como promesa emancipatoria desde las banderas de los diversos movimientos de guerrilla que asomaron al continente durante las décadas siguientes, instalando nuevos modelos de compromiso y militancia.
Tanto la realidad del continente como la nacional constituyeron un marco ineludible para un notable caudal de escritores y escritoras que acabaron volcándose por completo a la tarea de desnudar los mecanismos de poder del terror.
En Las tres vanguardias (2016), Ricardo Piglia sostiene que la única manera de leer a un escritor es a través de las tensiones presentes en el momento de su construcción poética; en el caso de Walsh, el escenario nacional de los 60 es un factor elemental. El autor que en la primera edición de Operación Masacre (1957) buscaba suscitar con su escritura el “horror por las revoluciones” y alentaba alguna expectativa sobre la investigación judicial y la reparación, dista abismalmente del que corrige el texto para la segunda edición el mismo año en que termina de escribir Esa mujer y conforma -tiempo después- una de las mayores organizaciones armadas de la resistencia peronista.
Osvaldo Bayer sostiene que “cuando uno lee Operación Masacre puede entender muy bien el porqué de la reacción de la juventud en los sesenta y setenta. Ahí está la raíz de la violencia. Había que ser muy pequeño, como joven, para no sentir vergüenza” (1). De la misma forma, se puede entender muy bien el porqué de la transformación de Walsh.
Operación Masacre: realidad que superó la ficción
El 9 de junio de 1956, en los basurales de José León Suárez, Carlos Lizaso, Nicolás Carranza, Francisco Garibotti, Vicente Rodríguez y Mario Brión mueren acribillados. Reinaldo Benavidez, Rogelio Díaz, Horacio Di Chiano, Norberto Gavino, Miguel Ángel Giunta, Juan Carlos Livraga y Julio Troxler consiguen escapar. Operación masacre retoma las voces de los sobrevivientes, les brinda un espacio para resurgir de la muerte y, en el mismo movimiento, empuja a la vida a Rodolfo Walsh.
La primera divulgación de la investigación es “un tremolar de hojitas amarillas en los quioscos”, apenas una impresión mal diagramada en una publicación gremial que asoma desde el subsuelo, pero que alcanza de todas formas para inquietar al teniente coronel Fernández Suarez. La diminuta hojita amarilla se esfuma en diez millares de manos anónimas. Crece en un combate mítico contra su propio Goliat: el aparato represivo de la fusiladora. Tiempo más tarde, entre el 15 y el 30 de enero de 1957, se hace lugar –repartida por entregas– en el periódico “Revolución Nacional”.
Hasta entonces, la única mención a los fusilamientos del 9 de junio de 1956 había sido mediante la publicación (promovida también por Rodolfo Walsh) de la denuncia de Carlos Livraga en “Propósitos”, el mes de diciembre de ese mismo año. Entre mayo y julio del 57 se dan a conocer otras nueve notas en “Mayoría”. Se completa así el material -al que se sumarían, en lo posterior, apéndices, corolarios y réplicas- para la primera edición de Operación Masacre.
La diminuta hojita amarilla se esfuma en diez millares de manos anónimas. Crece en un combate mítico contra su propio Goliat: el aparato represivo de la fusiladora. Tiempo más tarde, entre el 15 y el 30 de enero de 1957, se hace lugar –repartida por entregas– en el periódico “Revolución Nacional”.
Las siguientes presentan retoques, omisiones, agregados. Los breves oasis ficcionales de la narración desaparecen en la medida en que se intensifica el compromiso político de su autor. Son la constante ruptura de todos los protocolos de escritura, el ir y venir entre registros, la colectivización de la voz propia, la férrea afirmación de que el pueblo es el contrapunto necesario de la voz del literato lo que hacen de este un texto imprescindible para entender la función social de la literatura y su vínculo con la historia.
Tras un epílogo renovado, en el que se expone el silencio y la complicidad civil, la última edición incorpora la transcripción de la secuencia final de la película dirigida por Jorge Cedrón en 1973. El relato, que en el filme toma la voz de Julio Troxler, extiende la crónica hasta las dictaduras de Lanusse y Onganía, resaltando el potencial revolucionario de las clases oprimidas en un tono muy cercano al de Frantz Fanon en Los condenados de la tierra (1961). Se introduce, así, el episodio de la sublevación de Valle en una genealogía política: desde la resistencia peronista frente a la proscripción del 55, hasta el auge de las organizaciones de lucha armada de los años 70.
Muy lejos de sacralizarse como arte, la denuncia se hace texto y trasciende toda barrera temporal. Operación Masacre es el testimonio que mantiene a los fusilados eternamente vivos en la memoria popular.
*Ana Clara Isi es docente e integrante del consejo editor de La tela
(1)Osvaldo Bayer en “Rodolfo Walsh: tabú y mito” Introducción de Operación Masacre, Ediciones de la flor.