A 40 años del siluetazo

A 40 años del siluetazo

El día que la ausencia se hizo cuerpo

Por Ana Clara Isi.* 

Hoy trajimos nuevamente a la vida, con estas siluetas, a miles y miles de hombres y mujeres que nos dejaron su ejemplo, que nos dejaron su historia, que nos dejaron su forma y sus ganas de luchar.

Hebe de Bonafini, 21 de septiembre de 1983.

Entre el 21 y el 22 de septiembre de 1983, durante la III Marcha de la Resistencia convocada por las Madres de Plaza de Mayo, nuestras ausencias se materializaron hasta hacerse ineludibles. Con la intención de romper el silencio, y recomponer la territorialidad social y los vínculos de solidaridad erosionados por el Terrorismo de Estado, se proyectó, en las vísperas del retorno inminente de la democracia, una iniciativa que permitió la representación del genocidio a partir de la puesta en escena pública de 30.000 siluetas a escala real. El siluetazo se transformó, así, en un hito de la intervención artística en las movilizaciones populares.

El énfasis de las vanguardias nacionales de los 60 y 70 consistió en pensar el arte en su relación con la sociedad, la política y la vida cotidiana, ampliando los límites de “lo artístico” hasta volverlos difusos, y promoviendo activamente el debate respecto de la función del arte como herramienta de transformación social. La histórica tensión entre política y estética comenzó, por entonces, a flaquear, y la fusión entre ambas se hizo eco, años después, en las diversas expresiones que se sumaron al grito colectivo de repudio al genocidio y a los reclamos de memoria, verdad y justicia.

Las huellas de una violencia sin precedentes, que alcanzó niveles inusitados en los campos de tortura y exterminio, se perpetuaron, desde la obra artística del período y en adelante, como marca identitaria de una dolorosa, aunque resistente argentinidad. La conceptualización del siluetazo, en este marco, partió de la iniciativa de Rodolfo Aguerreberry, Julio Flores y Guillermo Kexel. El proyecto original tenía como objetivo la irrupción de las reivindicaciones populares en los espacios plásticos burgueses, en particular, en el Salón de Objetos y Experiencias convocado por la Fundación Esso en 1982. Se pretendía intervenir este premio privado a partir de la alusión a la dimensión cuantitativa del saldo represivo: ocupar el espacio físico con la corporeización de lxs treinta mil detenidxs desaparecidxs.

La obra -que de antemano sabían, sería rechazada- buscaba producir un acontecimiento político, tanto por su dimensión como por su autoría colectiva, dos características que daban cuenta de su ruptura para con el reglamento. No obstante, en vista de las nuevas formas de sociabilidad política generadas en los 80 – y de la suspensión del premio, a causa de la guerra de Malvinas-, la propuesta cambió de manera radical, no solo en lo referente al espacio físico de representación sino, principalmente, al mecanismo elegido para producir las siluetas. Las calles de la ciudad y, más aún, las inmediaciones de la Plaza de Mayo -punto nodal de la arquitectura porteña en donde se sintetiza la trama de poder nacional: el cabildo, la catedral, la casa de gobierno- fueron intervenidas por manifestantes sin conciencia artística de su acción, lo que hacía primar el reclamo y la lucha política por sobre toda representación estética.

Las calles de la ciudad y, más aún, las inmediaciones de la Plaza de Mayo -punto nodal de la arquitectura porteña en donde se sintetiza la trama de poder nacional: el cabildo, la catedral, la casa de gobierno- fueron intervenidas por manifestantes sin conciencia artística de su acción, lo que hacía primar el reclamo y la lucha política por sobre toda representación estética.

Cuando les llegó la propuesta, las Madres de Plaza de Mayo pusieron dos condiciones: las siluetas no debían ser identificables y ninguna podía permanecer acostada. Las listas de detenidxs desaparecidxs estaban incompletas, y el colectivo había tomado la decisión de socializar la maternidad reconociéndolxs a todxs como hijxs; no podían correr el riesgo de olvidar a ningunx. Por otra parte, en 1983, la consigna “aparición con vida” era un elemento clave del reclamo, mantener las siluetas erguidas era también prometerles un lugar al cual volver. En uno de los comunicados emitidos por la Madres en ocasión de aniversario del siluetazo (1), Hebe de Bonafini relata:

Empezamos por pedirle a la gente que pegara papel de diario, una hoja arriba de la otra -unas cuantas-, y que viniera a la plaza con rollos de papel. Y la gente empezó a venir a la plaza con esos rollos, los jóvenes se tiraban encima y les marcábamos la silueta… se hicieron miles y miles de siluetas y todos los pibes salieron a la calle a pegarlas. Sin nombre, cada silueta representaba a alguien. Fue una puesta en escena extraordinaria. Volvimos a traer a la vida a nuestros hijos e hijas en las paredes de la ciudad.

Las nuevas condiciones estéticas y simbólicas que se impusieron a partir de la participación de los organismos de derechos humanos reconfiguraron el sentido original del siluetazo colectivizando su autoría. Pero, además, el posicionamiento de la obra en el espacio público la resignificó: devino tradición colectiva, ritual mediante el cual la ausencia podía ser ilusión o esperanza, pero, por sobre todo, demanda. No se trató de un colectivo metódico y organizado que elaboró y proyectó una acción artística programática sino, fundamentalmente, de un conjunto de individuxs que se encontraron y descubrieron mediante el acto de compartir aquella acción; una invitación permanentemente abierta e incluyente a ser muchxs, al mismo tiempo, y en todas partes; a transformar la realidad y, en simultáneo, el carácter autoral de una obra que trascendió asimismo la categoría de obra para asumirse acción política de revelación ante el poder dictatorial.

Retratar la falta, enunciar esos 30.000 lugares vacíos en las mesas familiares, en los encuentros entre amigxs, en las escuelas, facultades y espacios de trabajo, era la clave para recuperar el recuerdo y, con él, la identidad. Era preciso bailar el cuerpo ausente, el dolor y el deseo. Era preciso nombrarlo, empapelar con su nombre las paredes, las estaciones, las calles, el mapa entero hasta transformarlo; dejar al descubierto la historia de subversiones, de violencias y de silencios que esconde nuestro territorio. Esta misma necesidad imperiosa de nombrar, de enunciar, de reconocer, trastocó la primera de las condiciones casi inmediatamente. En una entrevista realizada por Marcelo Expósito para “El siluetazo: la política del acontecimiento” (2), Guillermo Kexel recuerda la noche previa a ese 21 de septiembre:

La gente producía siluetas, nosotros ya no hacíamos nada. En medio de ese raro caos, caos ordenado, donde el taller producía sistemáticamente y con un orden seriado y una distribución de tareas que se fue armando, alguien pidió ponerle nombre a una silueta, o se lo puso, y a los segundos hubo otra, y unos segundos después, otra. De hecho, inmediatamente después de esas primeras que aparecieron así, como tímidamente, las mismas que habían dicho “no queremos identificación personal en las siluetas porque entonces cada silueta es todos los desaparecidos”, en ese momento dijeron “no, bueno, está bien. Si va a haber nombres, que estén todos”.

Lista en mano, un grupo de madres recorrió la plaza aquella noche asegurándose de que no se repitieran nombres, de que no faltaran siluetas. Así, motorizada por el impulso de romper el silencio impuesto por una dictadura genocida, tuvo lugar otra reconfiguración del suceso artístico: la silueta mantuvo su universalidad a la distancia, pero, de cerca, se transformó en persona: tuvo nombre, apellido y fecha de desaparición. La expresión artística se reconstituyó, así, como intervención política y archivo histórico.

En diciembre de 1983, el procedimiento se difundió y empezó a darse de forma simultánea en todo el país; las siluetas se erigieron como recurso codificado por excelencia para la representación de toda una generación diezmada. El contexto político y la variabilidad del dispositivo artístico fueron factores determinantes para la resignificación de las consignas y la adecuación de la acción estética a su intencionalidad política.

Motorizada por el impulso de romper el silencio impuesto por una dictadura genocida, tuvo lugar otra reconfiguración del suceso artístico: la silueta mantuvo su universalidad a la distancia, pero, de cerca, se transformó en persona: tuvo nombre, apellido y fecha de desaparición. La expresión artística se reconstituyó, así, como intervención política y archivo histórico.

Durante la transición democrática, la reproducción de siluetas se configuró como una estrategia ofensiva de apropiación del espacio urbano. Poco tiempo más tarde, las leyes y medidas de impunidad propulsadas por los gobiernos de Raúl Alfonsín y Carlos Menem inspiraron una resistencia que derivó en la búsqueda de un soporte que conservara por mayor tiempo la imagen (empezó a darse la realización horizontal, en pinturas en la calle, opuesta a la inicial búsqueda de siluetas verticales vitales); y un sucesivo desprendimiento del soporte mural para mezclarse con los manifestantes. Las siluetas excedieron, así, la representación simbólica del genocidio para pasar a formar las filas manifestantes, en lo que Expósito propone pensar como una interpelación mesiánica: nuestros muertxs están todavía entre nosotros. Convertidxs en emblema militante, amalgamadxs con los pañuelos blancos, se incorporan a una lucha permanente contra el neoliberalismo negacionista que, tras imponerse a costa de su sangre, sigue volviendo, insistentemente, a atormentar nuestro presente.

(1) Se puede acceder al comunicado emitido por la Asociación Madres de Plaza de Mayo el 21 de septiembre de 2021 desde el siguiente enlace: https://youtu.be/RKjX5j67pPg

(2) La entrevista realizada a Guillermo Kexel por Marcelo Expósito para “El siluetazo: la política del acontecimiento” se encuentra disponible en: https://youtu.be/TaqDxMBPYdk

*Ana Clara Isi es docente e integrante del consejo editor de La tela 

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