Por Carlos Zeta
Cien líneas, todos los viernes. Cien líneas para cambiar la vida. Cien líneas, como un sortilegio, como el haiku de ese otro libro imposible que quiso ser el libro de su vida, y, en cambio, devino el libro de las nuestras. Cien líneas para (re)crear un espacio que era un clima, un encuentro —al mismo tiempo público e íntimo—. Una cita: Juan, un café, la contratapa, y todo el cielo.
En cien líneas.
El diario Página/12 reunió dos características, como dos sellos de origen. Por un lado, las tapas, desenfadadas, irónicas, sarcásticas, que venían (también) a condenar a la política; el diario nació en la estela de la Semana Santa de 1987, junto con un periodo que habría de acabar, con el país al borde del precipicio, en las sangrientas jornadas de diciembre de 2001. Por el otro, las contratapas, caracterizadas, con frecuencia, por una suerte de pensamiento ficcional. La primera la escribió Osvaldo Soriano. Se publicó en el número inaugural, el 26 de mayo de 1987, y se titulaba: «Alfonsín, con el alma en la cara». En ella, Soriano realizaba un análisis semiótico-político de una foto de Raúl Alfonsín, tomada luego del alzamiento carapintada.
En esa década larga de la primera oleada neoliberal, las contratapas pasaron por momentos diferentes, de la mano —entre otros— de Juan Gelman, Mario Benedetti, Eduardo Galeano, Tomás Eloy Martínez, Osvaldo Bayer. Luego se sumarían, también entre tantos/as otros/as, Rodrigo Fresán, Mempo Giardinelli, Antonio Dal Masetto. Esos textos iban asumiendo, queriéndolo y no, el clímax literario de la escritura periodística. Y una pista, una suerte de sendero por donde encontrar(nos) en las horas siempre tumultuosas de nuestra vida social, cultural y política.
Juan Forn llevó ese refugio cotidiano a la estatura de un género singular, las convirtió en un árbol de ramas infinitas, de ramas en las que trepábamos casi sin darnos cuenta, como pibes con la curiosidad recién nacida, para mirar el mundo desde la copa a la que llegábamos, seguros e invencibles, de su mano. Y así aprendíamos a leer con el entusiasmo de la primera vez, para descubrir los mundos que caben en las ramas infinitas de ese árbol inagotable… hasta el viernes siguiente, cuando se nos revelaba ¡otra vez! que la copa no era la rama en la que habíamos estado, sino que estaba más arriba. Y más arriba.
Y más arriba.
Juan te tocaba con los libros que lo habían tocado. Podía eso: apoyar su pasión en nuestra sensibilidad para que descubramos la nuestra. Cada uno de sus textos funcionaba como una clase de snorkel: leyéndolo intuíamos el mar sin fondo de un lector voraz, el brillo de sus peces, la riqueza ilimitada que había apenas corríamos el velo siempre turbio de la superficie.
Ahora envidio bastante a los/as tallerines (como les llamaba Juan a quienes asistían a su taller, en Recoleta) y a quienes tuvieron el privilegio de compartir los encuentros de los lunes en la Biblioteca Popular Rafael Obligado, en Gesell. Imagino que esos encuentros serían una especie de vivo de los mundos en los que había estado sumergido, el borrador oral de lo que los/as lectores/as de los viernes nos encontraríamos en la contratapa del diario.
En las cien líneas con las que Juan mejoraba nuestras vidas.
Carlos Zeta es filósofo, docente, editor y miembro del consejo asesor externo de La tela. Durante el primer período de la revista (2006-2013) se desempeñó como jefe de redacción.
Este artículo es un anticipo del libro Lluvias. Aguadébiles de la vida cotidiana.
Imagen slider: Leandro Teysseire.