Juan Panadero
Por Carlos Zeta
Don Juan Riera nació en 1894 en Ibiza y llegó a la Argentina en 1914. En Tucumán, fue vendedor callejero de masas, pero una publicidad lo llevó a Salta, para trabajar de carpintero en la extensión ferroviaria a Socompa. A 3870 metros sobre el nivel del mar, en medio de un relieve montañoso con laderas escarpadas y lomos pronunciados y suaves, en un suelo generalmente suelto, arenoso y pedregoso, Riera no abandonó su oficio, que habría de terminar definiendo su nombre: Juan Panadero. Su militancia anarquista y su perseverancia por sindicalizar a los obreros le costaron su trabajo en el ferrocarril. Así empezó a forjar su leyenda personal: en su local recibía a obreros, artesanos, empleadas domésticas, vendedores ambulantes, pequeños comerciantes, quienes le contaban sus problemas y los abusos laborales que sufrían. Riera los unió en un gremio nuevo, el Sindicato de Oficios Varios. Tras un tiempo refugiado en Bolivia, cuando el golpe de Uriburu, retornó a la panadería con sus hijos como ayudantes, especializados en “el pan cacho, el preferido de los inmigrantes”. La panadería, ubicada por entonces en Pellegrini 515, fue todo un referente en los 50 y 60 para las figuras del folklore: allí nació el Dúo Salteño (integrado por Patricio Giménez y Néstor “Chacho” Echenique), y por allí pasaron el poeta español León Felipe, Castilla, Leguizamón, César Fermín Perdiguero y el guitarrista Eduardo Falú. En su casa se juntaban Ernesto Cabezas, Jaime Dávalos, Julio Espinosa y José Ríos.
Por la panadería pasó, también, alguna vez, un médico joven, llamado Ernesto Guevara de la Serna, que andaba el camino que lo convertiría en el “Che”.
El Cuchi Leguizamón contó su historia en entrevistas:
Nosotros teníamos un amigo, don Juan Riera, quien era propietario de una panadería en la calle Lerma. Manuel todas las mañanas le compraba el pan calentito, pero una vez al Barbudo lo dejaron sin trabajo en el diario El Intransigente, entonces no fue más. Pero al poco tiempo Rierita comenzó a llevarle personalmente el pan de la mañana. Manuel le dijo que no lo aceptaba porque no podía pagarlo y ¿sabe qué le contestó Rierita? “Antes, cuando usted podía, venía y me compraba el pan, pero ahora que no puede es mi obligación llevárselo todos los días”. Mire qué filosofía.
Manuel Castilla y el Cuchi Leguizamón retrataron para siempre a Juan Panadero, en una zamba que, en cinco estrofas, pinta a este hombre en su totalidad. Cuenta que Riera tenía una panadería, y que le dejaba la puerta abierta a la gente para que cualquier viajero, cualquier persona que pasara —un linyera, o quien fuera—, pudiera comer de su pan.
En este tiempo de rejas y de medios que imponen el miedo, parece un gesto impensable. Juan dejaba abierta su panadería, donde además tenía una cama hecha de tiento ubicada hacia la orilla de la pared, para que la persona que quisiera descansar, lo hiciera. La gente tomaba el pan que necesitaba y se iba: ahí sabían que podían encontrarlo siempre.
Me tienta contarlo todo ahora, pero no es posible, porque, en buena cuenta, es contar toda una vida. Desde que era un niño incapaz (todavía) de poner en palabras todo lo que me estaba pasando, Mercedes Sosa vino a dejar, con el fuego de su voz, una huella que habrá de acompañarme hasta el último aliento.
Entre aquellas canciones imborrables, hubo algunas (entre otras, claro) que yo ponía una vez y otra en un Wincofon portátil que mi padre se había encontrado olvidado en la estación de trenes en la que era boletero, y que era nuestro único lujo en aquel ranchito desvencijado a la vera del Ferrocarril Belgrano, donde vivíamos. Entre ese puñado de canciones había algunas, en particular (“Tristeza”, “Arana”, “Del 55”) que me estremecían. En los vinilos se leía, entre paréntesis, que los autores eran los “Hnos. Núñez”.
¿Quiénes serían?
Algunos años después, en un barcito chiquito de la calle 9 de Julio, en la Tucumán de mi adolescencia, vi una noche a dos cincuentones con una guitarra, apenas de pasada (puesto que estaba con una barra de amigos ajenos por completo a esa experiencia sensible con la que yo cargaba) y distinguí inmediatamente los acordes invencibles de “Del 55”. Y aunque tuve que irme con la barra, ya no paré más hasta encontrarlos. Eran Pepe y Gerardo Núñez, los hermanos que me acompañaron toda la infancia y de los que solo tenía noticias por un “entre paréntesis” en los vinilos de mi padre.
¿Y a cuento de qué viene toda esta parrafada, en un día como hoy? Pues, porque en aquel bolichito, otra noche trasnochada de aquellos años, supe la historia de Juan Panadero. La contó un cantor de esos que empuñan la guitarra, sin aviso y sin currículo, antes de entonar esa joya que es la zamba del Cuchi y de Castilla. Y como para hacerle el entre, relató lo que el Cuchi contaba siempre.
La palabra compañero quiere decir “el que comparte su pan”. En su significado hallamos, pues, su esencia: un gesto de generosidad y desprendimiento, una forma del amor y de la belleza, que disuelve los espejismos del ego ilusorio. Compartir el pan no es otra cosa que la forma más sencilla y más profunda del don.
A veces hacía jugando / Un pan de palomas blancas / Y harina su corazón / Al cielo se le
volaba.
Qué lindo que yo me acuerde / De don Juan Riera cantando / Que así le gustaba al hombre /
Lo nombren de vez en cuando.
Carlos Zeta es filósofo, docente, editor y miembro del consejo asesor externo de La tela. Durante el primer período de la revista (2006-2013) se desempeñó como jefe de redacción.
Este artículo es un anticipo del libro Lluvias, o fragmentos de vivir.
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