Por Carlos Zeta
Los días de lluvia no siempre han significado para mí la misma cosa. Cuando era pibe sospecho que serían un mal augurio, pues era seguro que no habría fútbol y no me quedaba sino estar más atento a la sombría rutina de mi madre. Creo entreverla, entre las nubes pesadas de la memoria, picando las cebollas de su angustia, cansada tan temprano, sin haber celebrado las bellezas de una juventud que ya entonces le resultaba ajena y calcinada. Juntaba poco más de treinta años en el cuerpo, pero ya había comenzado el otoño en su corazón.
Por aquel tiempo vivíamos en una casa precaria, con techos de chapas de zinc permanentemente amenazadas por el viento. Era una casa hecha sin juicio ni proyecto, con paredes y ventanas de una madera berreta y descuidada, cansada y mal sostenida a la vera del Ferrocarril Belgrano. Cada vez que pasaba un tren los vasos temblaban sobre la mesa y no era fácil escucharnos para entender lo que nos decíamos. La lluvia, por su lado, desataba su estrépito de hierros sobre las chapas, absorbiendo secretos y medias voces. Uno y la otra eran siempre motivos concluyentes para que los gritos atropellaran el ensayo siempre ambiguo de la melancolía. En aquellos años amasar sueños no era cosa fácil. Muchas veces me he preguntado si no sería por eso que mi madre nos apuñalaba la pelota cada dos por tres: por la rabia de no entender qué sueños escondía.
Pero había otras lluvias: las que nos encontraban jugando en el potrero. No fuerzo nada ni exagero un ápice si digo que, las pocas veces que ocurría, las vivía como la prueba incontestable de que la felicidad era posible. El cielo se cerraba de repente, la tarde se oscurecía y nosotros sabíamos que era hora de partir. Pero sabíamos algo más: que nada, ni aun la más feroz de las palizas prometidas, podía arrebatarnos ese momento de gloria: frenar de golpe, pisar la pelota, levantar la cabeza, buscar —el rostro serio y el pecho en alto— con quién jugar sin eludir un cierto tono épico, con las gotas salpicándonos en pleno rostro… Ofrezco todos los años de mi decadencia a cambio de vivir, una vez más, un instante así.
Después llegaron las lluvias de la adolescencia. Y, como todos sabemos, esas están hechas de otras cosas. Son muchas, y volver a cada una exigiría de mí demasiados llantos y no pocos rencores; resucitar —para perder otra vez— varias confianzas, vislumbrar de nuevo su mirada, y quitar su mano de mi cara justo cuando temblando, triste, tierna, fatal, definitiva, me dijo que no.
Y hasta querría volver a aquella madrugada de lluvia y remolinos, cuando en el camarote de un tren que nos llevó a ninguna parte, apenas iluminados por las ráfagas de luz de los relámpagos, nos descubrimos para siempre en un amor que no volvimos a hacer solo para continuar creyendo que la magia existe. Y que tuvo nuestros nombres.
Más tarde nos dejamos invadir por torpes urgencias. Arrebatos del fracaso, pragmatismos de la desilusión, tristezas de paraguas que no se abrieron. Y la lluvia pasó a ser un comentario de ascensor, una referencia para elegir qué nos ponemos, una molestia, una rabia, una catástrofe.
Nuestra edad comenzaba a perder el signo de la lluvia.
Quizá sea útil volver a sus edades. En cada uno, en cada una, son diferentes, pero tengo para mí que averiguamos mucho de nosotros cuando evocamos las lluvias con que se ha ido forjando nuestra historia.
Les he contado algo de las mías —ahora que lo pienso— como una forma de invitarlos o de sugerirles que, si quieren y les parece, vuelvan a las suyas, ahora que sobre esta ciudad huérfana de duendes y llena de fantasmas hace un poco de frío y afuera está lloviendo en otro idioma.
Carlos Zeta es filósofo, docente, editor y miembro del consejo asesor externo de La tela. Durante el primer período de la revista (2006-2013) se desempeñó como jefe de redacción.
Este artículo es un anticipo del libro Lluvias. Aguadébiles de la vida cotidiana.