Volver, transformar
Por Ana Clara Isi.*
Ay comienzan sus desgracias,
Ay principia el pericón…
José Hernández. Martín Fierro (1872)
Es 1872, Domingo Faustino Sarmiento preside el Estado argentino. No se ha economizado sangre de gaucho. Rosas lleva 20 años en el exilio. Ya fueron derrotados el Chacho Peñaloza, en La Rioja, y Felipe Varela en la Puna; Ricardo López Jordán, el último caudillo federal en armas, ha sido aniquilado en la batalla de Ñaembé. El genocidio paraguayo es otra herida fresca. Surge entonces, de la pluma opositora, el poema que se convertirá en emblema nacional.
José Pablo Feinmann se refiere al Martín Fierro como “una épica de la derrota que toma forma en tanto poética de la queja”. El gaucho joven, rebelde, perseguido, derrotado se instala como sujeto representativo de un colectivo. Su pena extraordinaria retoma la oralidad del canto popular en las lecturas compartidas que acercan el poema a un público masivo y analfabeto. El folletín que narra las peripecias del gaucho, a poco tiempo de salir, es un éxito de ventas en las pulperías de Buenos Aires, pero ¿qué hay detrás del “gran poema nacional”? ¿Hasta qué punto refleja o delimita nuestra identidad cultural? ¿Cómo pensar, 150 años después, su hegemonía en la construcción de una expresión literaria de la argentinidad?
El héroe del poema nacional es portavoz de una serie de valores socioculturales que, lejos de enquistarse en el modelo de preferencia de una élite intelectual del siglo XIX, se actualiza permanentemente a partir de las intervenciones populares que hacen del ídolo derrotado de La ida una promesa emancipatoria.
El 28 de noviembre de 1872, el diario “La República” anuncia la publicación de El gaucho Martín Fierro. Acompaña el texto una carta al editor, a modo de prólogo, en la que José Hernández declara que el propósito que lo motivó en la escritura fue el de presentar un tipo capaz de personificar el carácter del gaucho, con el “modo de sentir, de pensar y de expresarse que le es peculiar”. El gesto letrado transculturador de dar/usar la voz del otro, no es en modo alguno azaroso. Está íntimamente vinculado al uso de su cuerpo, en términos de expropiación.
La poesía gauchesca aparece en la literatura rioplatense cuando se requiere al gaucho como soldado o como peón, y, en este caso, el contexto es una clave ineludible: la queja de Fierro es la denuncia política de Hernández en su campaña contra Sarmiento. Habrá que esperar siete años para comprobar, con La vuelta de Martín Fierro (1879), la ya indiscutible intencionalidad política de la utilización de la voz popular.
El retorno del gaucho y su evidente transformación se inscriben en una coyuntura de paz en la que, además, Hernández ha dejado de ser opositor y ocupa un cargo como diputado nacional. El contexto histórico de La vuelta se hace carne en un nuevo modelo conductual. Fierro ha abandonado las armas; las disputas son ahora a payada, no a cuchillo. Es tiempo de consejos de fuerte carácter didáctico, es tiempo de orden. Nuestro gaucho, rebelde e irreverente en su juventud, es ya un hombre maduro, tranquilo, pacífico.
En El género gauchesco (1988), Josefina Ludmer propone pensar la literatura gauchesca en relación con otros dos “géneros de dos culturas” esencialmente latinoamericanos: las literaturas indigenista y antiesclavista. Cada una vinculada a geografías y arquetipos nacionales específicos: el gaucho, el indio, el negro; en los territorios rioplatense, andino y caribeño, respectivamente. El elemento común es la subalternidad de estos sujetos marginales despojados de voz, que -no casualmente- son los trabajadores de la materia prima de exportación de cada región y se constituyen, además, como máximos símbolos de la identidad local. Esta perspectiva transmuta la lógica de la “apropiación cultural” por la de la alianza: el uso político de la voz del otro, pero asociado a la reivindicación de su figura. Ahora bien, si este marco puede servirnos para pensar los procesos de producción, difusión y canonización del Martín Fierro, se torna, también, ineludible para problematizar la construcción del perfil identitario que tuvo lugar a partir de la figura de su protagonista, y las múltiples lecturas y reescrituras posteriores.
El héroe del poema nacional es portavoz de una serie de valores socioculturales que, lejos de enquistarse en el modelo de preferencia de una élite intelectual del siglo XIX, se actualiza permanentemente a partir de las intervenciones populares que hacen del ídolo derrotado de La ida una promesa emancipatoria. Fierro deviene personaje múltiple, diverso, infinito; vuelve insistentemente enredándose en otros textos, en otras luchas.
Un siglo y medio después de su primera aparición, el personaje late en las entrañas de la literatura nacional fagocitando incluso la figura de su autor y las disputas políticas que le dieron vida. Se funde en una miscelánea social mucho más compleja y rescata del silencio, en el camino, otro sinfín de voces desterradas.
Más allá de la genealogía que vincula el poema con una prolífica producción narrativa posterior, Martín Fierro trasciende el género mismo de la gauchesca y configura una matriz identitaria de la argentinidad que abraza al conjunto de los desafortunados de la Patria. Desde los perseguidos por la leva del XIX a los despreciados cabecitas negra del XX y los marginales postergados del XXI, el carácter inestable e indócil de Fierro encarna las representaciones de un colectivo social rabiosamente insurgente. Un siglo y medio después de su primera aparición, el personaje late en las entrañas de la literatura nacional fagocitando incluso la figura de su autor y las disputas políticas que le dieron vida. Se funde en una miscelánea social mucho más compleja y rescata del silencio, en el camino, otro sinfín de voces desterradas.
A 150 años de su nacimiento, volver a nuestro clásico será, entonces, la propuesta de encontrarlo en las transformaciones que han hecho, del poema de la queja, la celebración de una identidad popular profundamente heterogénea. Leer al Fierro de Borges, en “El fin”; su rebeldía venciendo la domesticación del gauchaje a la que fue sometido en La vuelta. Al de Martín Kohan, cuestionando bravamente los mandatos de masculinidad y la heteronorma, en “El amor”. Al de Gabriela Cabezón Cámara en Las aventuras de la China Iron; su emancipación -ya por completo- del yugo patriarcal; el devenir queer guarnecido de plumas, pinturas, y lenguas originarias al que nos invita.
Volver al Martín Fierro, como volver al origen. Restituir la memoria de los relegados, asumiendo el desafío de reinventar incansablemente una poética plebeya capaz de dar cuenta de las problemáticas sociales que atraviesan nuestro tiempo. Leer los enclaves de nuestra identidad, dispuestxs -siempre- a reescribirla la cantidad de veces que sea necesario.
*Ana Clara Isi es docente e integrante del consejo editor de La tela
Este artículo es el primero de una serie de escritos referidos a esta temática que continuaremos publicando.